13.
La mañana siguiente, la del día de Nochebuena, Pedro la pasó en casa, tratando de combatir la pereza que le generaba la resaca producida por los excesos del domingo. Decidió no salir. Tomó un Ibuprufeno, medicina para todo, bebió mucha agua y comió un par de naranjas. Luego se tumbó en el sofá, disfrutando de la luz que entraba por la terraza y de las canciones de Quique González. En el Spoty five seleccionó el disco ”Salitre 48” y con el volumen muy bajo comenzó a escuchar uno a uno todos los temas.
Llegadas las dos de la tarde decidió comer una sencilla ensalada de tomate, regada con un buen aceite de oliva que había comprado hacía poco en una tienda que había descubierto cerca de la plaza Campuzano, y un poco de piña. Nada más. Se quería reservar para la noche. Después de la frugal comida se quedó dormido frente al televisor, mientras transmitían las noticias del día.
A eso de las seis de la tarde sonó el teléfono. Era Robert, que le pidió que llevara la mandolina a la cena. Estaba invitado a pasar la Nochebuena en la casa de un amigo de Robert, y por lo que le contó el americano, una vez degustadas las viandas cantarían hasta que el cuerpo aguantase.
Obediente, apareció con el instrumento a las nueve de la noche en el domicilio del amigo, siguiendo las instrucciones que había recibido para llegar al lugar adecuado. Lo pasó bien. Se juntaron doce comensales. Gentes sin familias. Personas desordenadas. Acompañó a Robert en algunas canciones, siguiendo sus indicaciones, rasgando tímidamente las cuerdas de la mandolina. A las cuatro de la mañana se despidió, y caminó junto a su instrumento hasta su hogar. Se acostó y durmió profundamente.