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Aunque hay excepciones y países que ya han vivido subidas espectaculares y posteriores bajadas de estos partidos, el curso general desde hace más de un lustro es de un incremento progresivo de los apoyos electorales a tales formaciones, una mayor penetración de su discurso y una influencia cada vez más clara en las derechas sistémicas.
En ocasiones, ni siquiera es necesario que la ultraderecha gobierne para que se impongan sus políticas. Basta con que sus votos sean necesarios para la gobernabilidad, como ocurre en España en aquellas comunidades autónomas y ayuntamientos gestionados por el PP con apoyo de Vox, o con que consigan asustar a quienes ocupan el poder ejecutivo, como en Francia.
Y desde la izquierda, y desde la izquierda de la izquierda, habría que reflexionar sobre la incapacidad de los progresistas para articular un discurso que entienda el malestar social en cuestiones como la migración deja el campo abierto al ascenso de la extrema derecha.
Hasta que la izquierda no se deshaga del miedo a ser malinterpretada por los suyos y señalada por quienes se pretenden más puros, y consiga abrazar la complejidad de los matices tanto en el diagnóstico como en la búsqueda de alternativas, será difícil que pueda cerrar las brechas por las que se está colando la ultraderecha y en las que cae, cada vez con más asiduidad y menos reticencias, una derecha institucional y sistémica que no acaba de encontrar su sitio.