No es que el festival de Eurovisión tenga mucho que ver con la música, menos aún con el buen gusto, pero en los últimos años se ha convertido en una especie de termómetro con el que medir la indiferencia ante la barbarie y la desvergüenza criminal del sionismo.
Sin embargo, en esta última edición, más que la indiferencia, se buscaba el aplauso, el entusiasmo ante el trabajo de los verdugos. Los cuales no dejaron de trabajar incluso al compás de las diferentes horteradas: lanzando drones, arrasando campamentos de refugiados y quemando gente viva. Para el caso, bien podía haber salido a escena Netanyahu berreando una canción que hablara de asesinar niños, secundado por una coreografía aderezada con tanques, sangre y cráneos humanos.
Como siempre, las canciones eran lo de menos: lo que se votaba era la autorización popular a un genocidio, el visto bueno a una masacre que está sucediendo ante nuestros propios ojos.
Sin embargo, en esta última edición, más que la indiferencia, se buscaba el aplauso, el entusiasmo ante el trabajo de los verdugos. Los cuales no dejaron de trabajar incluso al compás de las diferentes horteradas: lanzando drones, arrasando campamentos de refugiados y quemando gente viva. Para el caso, bien podía haber salido a escena Netanyahu berreando una canción que hablara de asesinar niños, secundado por una coreografía aderezada con tanques, sangre y cráneos humanos.
Como siempre, las canciones eran lo de menos: lo que se votaba era la autorización popular a un genocidio, el visto bueno a una masacre que está sucediendo ante nuestros propios ojos.