11.
A tres días de la llegada oficial del invierno, el tiempo estaba siendo excepcionalmente agradable. Temperaturas frescas pero nada de lluvia. A Pedro le encantaban esos días en los que, debido al cambio horario, la noche empezaba en torno a las seis de la tarde y duraba horas. Las calles estaban llenas de gente que no se dejaba engañar por la luz de las farolas, sabedores de la hora que marcaban los relojes. Niños en las plazoletas, jubilados caminantes, compradores compulsivos obligados a controlar sus ansiedades e impulsos por exigencias de un guión propio de los tiempos de crisis que corrían inexorables y personas que como él, como Pedro, se dejaban llevar por las mareas de las calles sin rumbo fijo, dejando pasar el tiempo.
Eran las siete de la tarde cuando Pedro se dejó empujar hasta la puerta de TisTas, un librería especializada en viajes que estaba al principio de la calle General Concha. Siempre le había gustado viajar, aunque en los últimos años no había cruzado los Pirineos ni una sola vez. Uno de los mejores días del año era el primero de las vacaciones de la Semana Santa. Se montaba al volante de su Volkswagen, Julia a su lado, al principio Manuel en el asiento de atrás, más tarde, cuando éste creció, los dos solos. Rumbo al sur, haciendo unos cuantos kilómetros de más. Su recorrido favorito le llevaba a Avila, de ahí al Barco de Avila, luego el valle del Jerte, Plasencia. Una vez allí, hacia el sur. Parando cuando y cuanto les apeteciera. Llegaban a Fregenal, a Jabugo, Sevilla. Andalucía bajo sus neumáticos. No hacía falta cruzar los Pirineos para disfrutar de la placentera sensación de un viaje que te lleva a donde la sorpresa te detiene.