«Gobernar o dirigir un país o una organización es pactar, y pactar no es ceder»

jueves, 31 de julio de 2014

11 - ¡Gracias para venir!

11.   

         A tres días de la llegada oficial del invierno, el tiempo estaba siendo excepcionalmente agradable. Temperaturas frescas pero nada de lluvia. A Pedro le encantaban esos días en los que, debido al cambio horario, la noche empezaba en torno a las seis de la tarde y duraba horas. Las calles estaban llenas de gente que no se dejaba engañar por la luz de las farolas, sabedores de la hora que marcaban los relojes. Niños en las plazoletas, jubilados caminantes, compradores compulsivos obligados a controlar sus ansiedades e impulsos por exigencias de un guión propio de los tiempos de crisis que corrían inexorables y personas que como él, como Pedro, se dejaban llevar por las mareas de las calles sin rumbo fijo, dejando pasar el tiempo.

         Eran las siete de la tarde cuando Pedro se dejó empujar hasta la puerta de TisTas, un librería especializada en viajes que estaba al principio de la calle General Concha. Siempre le había gustado viajar, aunque en los últimos años no había cruzado los Pirineos ni una sola vez. Uno de los mejores días del año era el primero de las vacaciones de la Semana Santa. Se montaba al volante de su Volkswagen, Julia a su lado, al principio Manuel en el asiento de atrás, más tarde, cuando éste creció, los dos solos. Rumbo al sur, haciendo unos cuantos kilómetros de más. Su recorrido favorito le llevaba a Avila, de ahí al Barco de Avila, luego el valle del Jerte, Plasencia. Una vez allí, hacia el sur. Parando cuando y cuanto les apeteciera. Llegaban a Fregenal, a Jabugo, Sevilla. Andalucía bajo sus neumáticos. No hacía falta cruzar los Pirineos para disfrutar de la placentera sensación de un viaje que te lleva a donde la sorpresa te detiene.


         La idea de ofrecerle a Irene  un corto periplo sin más pretensiones que compartir kilómetros y algunas pequeñas ciudades, dirigió sus pasos a dicha librería especializada. Y se perdió entre los estantes. De Europa a Africa, deteniéndose en Marruecos, hojeando un libro sobre las increíbles kasbash del sur, en la puerta del Sahara. Viaje imposible con Irene, por eso volvió a la sección dedicada a la vecina Francia. Cogió de la balda un pequeño ejemplar sobre Burdeos y sus alrededores. Le pareció un buen destino. Conocía esa ciudad francesa lo suficientemente bien cómo para llevar a su acompañante de un bar animado a un restaurante acogedor, del concurrido barrio de Saint Michael al interminable paseo a la vera del Garona. Podía ser un plan para las Navidades, para un fin de semana de enero. De repente echaba en falta la controlada pero intensa aventura que supone caminar por calles que no se conocen lo suficientemente bien como para sentirse a ratos perdido. Decidió comprar el libro que tenía entre las manos y regalárselo a Irene. Era una manera de hacerle la propuesta. 

         Pagó en caja y salió de nuevo a la calle. Todavía quedaba media hora para que dieran las ocho, hora en la que había quedado con Irene. Un paseo, un par de vinos con algún pincho y al club de jazz de la Bilbaína. Irene nunca había estado allí. Pedro quería sorprenderla, aunque ella ya le había dicho que el jazz no formaba parte de sus aficiones. Pero en vivo es distinto, le había dicho él. ¿Tan guapos son los músicos?, ironizó ella. Pero accedió y se dejó invitar. 

         Pedro pasó los minutos subiendo y bajando por la peatonal Ercilla, descansando junto a José Antonio Aguirre, elegantemente vestido con su gabardina y su sombrero de bronce, recostándose sobre una de las tres Meninas metálicas que pasaban desapercibidas a la mayoría de los transeúntes acostumbrados a su presencia. Y dieron las ocho, y recorrió sin prisa los doscientos metros que le separaban de la plaza Campuzano, donde vivía ella, y donde habían quedado a esa hora. Pedro llegó tarde, tres minutos, pero llegó el primero. Irene siempre rozaba los cinco o seis minutos de impuntualidad. Llegó puntualmente impuntual, a las ocho y cinco. Llegó sonriente, con un vestido de tonalidades grises y algún toque de color discreto que mostraba sus rodillas, cubiertas por una media negra que surgía de la boca de unas elegantes botas altas del mismo color. Y para combatir el escaso frío una chamarra de cuero también negra, de corte juvenil. A Pedro le pareció que estaba guapísima. Y ella se lo adivinó.

-Tarde, siempre tarde. Pero, ¿ha merecido la pena esperar? 

-Ya sabes que sí. –Le dio un par de besos en las mejillas, sintiendo no poderle besar en otro lugar. –Un paseo, un vino. ¿Qué desea la señora?

-Un paseillo breve. Luego un vino con una “felipada” en el “Alameda”. ¿Lo conoces?

-No, no creo.

-Pues ya verás cómo te va a gustar.

         Empezaron a caminar hacia la Gran Vía. Irene le contó lo que había hecho esos días. Pedro evitó citar sus andanzas junto a los otros dos justicieros. Habló de sus lecturas y de sus descubrimientos urbanos. Nuevos lugares que había conocido, alguna exposición que había visto en algún museo o en alguna galería de arte.
         
         Así llegaron hasta la Plaza Moyua. Con Botero y su exposición en el Bellas Artes habían encontrado un excelente tema de discusión. A Irene no le gustaban los exagerados volúmenes del colombiano. A Pedro le encantaban los colores.

-A mi me da la sensación de que no sabe pintar de otra manera. Son demasiado iguales. Demasiados gordos y gordas. Demasiados verdes, rojos y amarillos, puros, vivos, sin matices.

-Pinta así porque quiere. Ese hombre puede pintar como le viene en gana.

-Si posiblemente así sea, pero, al menos lo que hay en la exposición, es muy repetitivo. Ya sé que compararlo con Picasso resulta cruel, pero es, creo, el artista de quien más cuadros he visto. A lo que iba, Picasso ha pintado de todo, ha pasado por fases diferentes y no se ha quedado en ninguna, siempre en busca de algo diferente. 

-Quizás de Botero hemos visto muy poco. No lo sé. Sin embargo en una cosa tienes razón: compararle con Picasso es un poco injusto. Picasso es incomparable. Su expresividad en cualquiera de sus fases creativas es inmensa. Su fuerza no te deja indiferente. Te puede gustar más o menos, pero tienes la sensación de que estás frente a algo importante. No es un cuadro cualquiera.

         Hablaron del Museo de Picasso de Barcelona, del de París. Pedro confesó que era uno de sus museos favoritos, junto al de Van Gogh en Ámsterdam y el de Miró en la ciudad catalana. A Irene no le gustaba la obra del catalán, y volvieron a discutir hasta que llegaron a la puerta del “Alameda”. Un bar estrecho, incómodo, con una barra llena de pequeños sándwiches que escondían anchoillas y salsas que parecían mayonesa pero que ocultaban secretos indescifrables. Pidieron un par de crianzas y un par de “filipadas”, nombre del pequeño triángulo.

-Delicioso, -confesó Pedro, que devoró literalmente el pincho.

-¿Quieres otro? A esto invito yo. –Irene solamente había comido un bocado que masticaba afanosamente. –Deberías aprender a comer más despacio. No es bueno tragar sin masticar lo suficiente.

-Cierto, pero es que soy demasiado ansioso frente a la comida, sea un suculento plato de bacalao al pil-pil o sea un trozo de chorizo de Pamplona. Nunca he sido capaz de comer despacio, y lo que no se aprende antes de los cuarenta ya no puede aprenderse.

-¿Crees eso?

-Si. Firmemente. Yo al menos no soy capaz de aprender nada nuevo.  

-Pues yo creo que en ocasiones la vida te enseña sin que tú quieras aprender. Te brinda, por decirlo de una manera suave y delicada, situaciones que te empujan a aprender lo que nunca habías querido aprender. Mírame a mí. A punto de cumplir los cincuenta, a punto de separarme de  mi marido, el de toda la vida, con un hijo de dieciséis años al que pronto mandaremos interno a un colegio de Madrid, coqueteando con un hombre que me echa los tejos que yo me dejo echar. Todo nuevo, y estoy aprendiendo a vivir entre tanta novedad.

-No me refería a ese tipo de cosas. –Entonces Pedro levantó su copa de vino, con lo poco que le quedaba y propuso un brindis. –Por nuestro coqueteo.

-¡No te lances!, -contestó Irene levantando su copa y obsequiando con una de sus mejores sonrisas a su compañero de brindis.       

         Eran las nueve pasadas cuando salieron del establecimiento en la calle Alameda Urquijo. De ahí se dirigieron atravesando la Plaza Bizkaia, por Pozas, hasta la Gran Vía, calle que atravesaron para llegar a Ledesma. Una vez en esa concurrida zona peatonal anduvieron hasta el Nicolás. Pidieron otro par de crianzas y dieron buena cuenta de unas anchoas rebozadas rellenas de bonito y pimiento rojo. Esa ronda la pagó Pedro. 

         Al salir del bar Pedro sacó del bolsillo de su chamarra el pequeño libro que había comprado en Tin-Tas. 

-Ten, para ti. –No había encargado envolver el libro con papel de regalo. Simplemente una bolsa de papel reciclado.

-¿Qué celebramos?

-Una posibilidad.

-¿De qué?

-Abre el paquete y lo verás.

-¿Burdeos? –preguntó Irene al leer el título de la guía. –Nunca he estado en Burdeos. ¿Quieres llevarme allí?

-Llevarte no. Me gustaría ir contigo. No sé cuando. Pero me ha parecido un buen destino.

-Un buen destino, ¿para qué?

-Para un pequeño viaje, sin más pretensión que cambiar el escenario de nuestros paseos, de nuestros vinos. Conozco bastante bien Burdeos y podría enseñarte algunos lugares que creo que te iban a gustar.

-Pensaré esta tentadora proposición, pero ahora estoy bastante liada. –Irene perdió su sonrisa. –Ya sabes. Navidades.  Quiero separarme legalmente, divorciarme. Mi marido parece haber accedido. ¡Ya le ha costado! El otro día me dijo que estaba dispuesto a abandonar nuestra casa, pero yo tampoco quiero seguir viviendo ahí. Tengo que encontrar otro piso. No quiero vivir más en esa casa, yo sola, en la misma casa donde durante varios años creía que llevaba una vida razonablemente normal, con mi marido y mi hijo. El escenario de un fiasco. 

-No hay prisa. Este regalo es simplemente una posibilidad abierta en el tiempo. Algo con lo que poder soñar en las noches de insomnio.

-¿Duermes mal? –Irene recuperó el buen humor.

-Hay noches en las que me cuesta coger el sueño. Entonces me dedico a imaginar guiones que luego raramente se representan. Pero imaginándolos varias veces acabo creyendo que algo he vivido. Termino confundiendo realidad con ficción. ¿No te pasa?

-No he pensado en ello.

-Pensar mucho las cosas, imaginar varias veces situaciones deseadas, es una manera de vivir intensamente, un poco más. Supongo que será uno de los móviles que persiguen los escritores, conocidos, reconocidos o anónimos. Reescriben sus vidas, fragmentos de ellas, mezcladas con deseos, planes frustrados, personas que pasaron cuando queríamos haberlas retenido. Y mientras escriben creen realmente que aquello que han plasmado sobre el papel, o en la pantalla del ordenador, ha sucedido. Me parece maravilloso. 

-Ya sabes. Empieza a escribir. Tiempo tienes. 

-Eso es cierto. Tal vez comience un día a contar mi vida inventada, mejorada. Mi biografía deseada. –Pedro hizo una pequeña pausa cuando se detuvo frente al semáforo que cruzaba la calle Buenos Aires. Esa pausa le sirvió para cambiar de tema. –Antes has dicho que tu hijo se va a Madrid. ¿Ya lo habéis decidido?

-Creo que es la única cosa en la que estamos de acuerdo su padre y yo. Hace dos días nos llamaron del Colegio de Cantabria, donde está interno, y nos dijeron que su comportamiento ha empeorado y que dice que quiere irse lo más lejos posible de Bilbao. Empezamos de nuevo. Según nos dijo el jefe de estudios se niega a abrir el libro, contesta mal, ha agredido a algún compañero. Un desastre. Hemos decidido que acabe el curso en un colegio para internos en Madrid. Su padre se ha encargado de buscarlo y de decírselo. No sé cuando lo hará. Parece que por fin mi marido ha cogido el toro por los cuernos. Le he visto preocupado por Unai por primera vez en toda su vida. Además ya no me culpa de nada. Se abstiene de hacer comentarios de ese tipo. –Hizo una pausa esbozando una sonrisa forzada. –Cambiemos de tema y veamos cómo es ese singular club de jazz.
       
         Irene dejó de hablar de sus problemas familiares en cuanto llegaron a la puerta de la “Bodega de la Bilbaína”, en un escondido callejón en la parte trasera del edificio de la Bolsa, junto a la estación modernista de trenes de Santander. Alrededor de la entrada conversaban cinco fumadores. A Irene le sorprendió el lugar.

-¡Cuantas ciudades distintas hay en una sola ciudad! ¡Y que me las tenga que enseñar un foráneo!

-En cualquier ciudad, incluso en aquella que crees conocer perfectamente, se puede viajar lejos. ¿Entramos?

         Bajaron los pocos escalones que separaban la entrada de la mesa donde se encontraba un chico joven encargado de vender las entradas a aquellas personas que no eran socias del club.  Pedro pidió dos billetes y los pagó. Convinieron que así sería y que a modo de compensación ella pagaría las cervezas.

        Descendieron otros escalones que les dirigían a un pasillo, con una pequeña salita a mano derecha y los servicios a la izquierda, que les condujo a la sala donde iba a tener lugar el concierto. Frente al escenario estaban dispuestas de manera ordenada unas sesenta sillas, algunas de las cuales ya estaban ocupadas por tranquilos tertulianos que hablaban de los más diversos temas. Pedro quiso sentarse adelante, junto al escenario. Pero Irene se negó a ocupar la primera fila, por lo que el madrileño tuvo que conformarse con un par de localidades en la tercera, esquinados, cerca de la barra del bar, para poder moverse sin molestar a nadie, le argumentó ella. 

         Se despojaron de sus chamarras y tomaron asiento.

-¿Te gusta el sitio? –preguntó Pedro sabedor de la respuesta.

-Me encanta. Seguramente la música me aburra. Nunca me ha gustado el jazz. Siempre me ha parecido que se dedican a volverse locos de forma ordenada; primero el saxofonista, luego el pianista, luego el bajista y luego el baterista. Otra canción y lo mismo. Todos quieren demostrar lo rápido y lo bien que tocan. Y el público aplaude esos alardes de técnica. Pero, bueno, en vivo, en un lugar como este, quizás mejore la cosa.

-En Madrid iba frecuentemente a un local maravilloso y caro que se llamaba, se seguirá llamando, Café Central, junto a la plaza Santa Ana. ¿Conoces Madrid?

-He estado. Sin embargo solamente recuerdo haber visitado los tres museos, el Prado, el Reina Sofía y el Thyssen, el Congreso, la puerta del Sol, la de Alcalá, el Retiro y el Palacio Real. Las dos veces que he ido con mi marido hemos repetido el mismo recorrido. Nada de tascas, nada de restaurantes curiosos, nada de calle, de barrios populares. Siempre hemos sido muy clásicos cuando hemos viajado. París, Roma, Londres, Venecia, Lisboa y para de contar. Nunca nos ha gustado viajar. Lo hacíamos porque de lo contrario parecías un paleto que no conoce ni quiere conocer mundo. A mi marido lo que realmente le gusta es pasar el verano en Plencia, con la cuadrilla: playa por la mañana, poteo al mediodía, una buena comida con algunos amigos, siesta, salir con el barco a pescar, poteo, cena y cubatas. Al día siguiente igual o parecido. Tal vez un partido a pala en el frontón si amanecía lluvia. Y yo con las amigas. Playa y más playa. Paseos por la orilla y bastante lectura. Luego, para compensar la monotonía de la costa vasca, me llevaba a Menorca una semana. Allí más de lo mismo pero con el tiempo asegurado. Y cuando se puso de moda pasar unos pocos días en una capital europea y volver a casa con la sensación de que conocías algo que no fuera territorio habitual, comenzamos a viajar un poco. Mi marido se pasaba el tiempo buscando riojas en los bares y renegando de la comida y de los precios. –Lo dijo todo de un tirón, sin pausas. –Volviendo al principio, Madrid casi no conozco. Pero no creo que seas tú quien quiera enseñármelo. ¿Estoy en lo cierto?

-Lo estás. Yo te acompañaré a cualquier otro sitio del mundo. Por ejemplo Burdeos. Pero a Madrid prefiero no volver. Es el escenario de otra vida, anterior, lejana, guardada en la memoria. Sin más, como dicen los jóvenes.

         Los músicos ocuparon el escenario y sonaron los primeros aplausos. Un cuarteto: saxo, piano, contrabajo y batería. Como en el ejemplo que Irene había caricaturizado. El líder de la banda esa noche Gorka Benítez, un saxofonista bilbaíno afincado en Barcelona, de presencia y manera de tocar potente, consistente. Cuatro golpes de baquetas y empieza a sonar un medio tiempo.