6.
Hacía mucho frío esa mañana de domingo. Pedro se despertó pasadas las nueve. Lo primero que hizo fue visitar el servicio donde descargó las primeras gotas del día. Había pasado una buena noche. Solamente se había levantado una vez a orinar, y eso para él era todo un record.
Luego se asomó a la ventana de la cocina para observar la lluvia caer cansinamente sobre los tejados del barrio. Preparó la cafetera y esperó sentado sobre la robusta escalera de madera que compró meses atrás en IKEA. Fueron casi cinco minutos de espera durante los cuales Pedro planeó su mañana: lectura y música. Hoy escucharía a Monk. Lo llevaba deseando desde que esa semana oyera el célebre “Blue Monk” en la radio, en una emisora que casualmente hizo su aparición en el dial.
Cuando subió el café Pedro separó la cafetera del fuego. Cogió del escurreplatos la taza que utilizaba todos los días y que conservaba los restos de los últimos cafés, sacó la caja de leche de la nevera y las galletas “maría” de su correspondiente armario. Todo en perfecto orden. Movimientos aprendidos y horarios similares. El orden le daba seguridad. Le hacía parecer que mantenía el control, y eso Pedro lo necesitaba. Ni mejor ni peor. Él era así. Siempre lo había sido, aunque la edad había acrecentado sus hábitos, como le sucede a cualquier persona. Además vivir solo le permitía encontrar todo en el lugar exacto, en la posición conveniente.
Disfrutó de esa primera taza de café, como si fuera la primera que había bebido en mucho tiempo. Le gustaba que quemara un`poco, que le fuera imposible dar un sorbo largo. Untó la primera galleta y se la comió de dos bocados. Así hasta cinco. Eso no lo tenía estipulado, pero inconscientemente el número de galletas que ingería cada mañana era similar. Nunca menos de cuatro y nunca más de seis. Cinco. A pesar de todos los consejos que había escuchado a lo largo de su vida sobre la conveniencia de desayunar abundantemente, Pedro era incapaz de comer mucho nada más levantarse de la cama: café y galletas. Lo venía haciendo así desde su juventud. Y pocas veces había sentido un gran vacío en el estomago mientras transcurría su jornada laboral. Eso sí, cuando llegaba a casa, alrededor de las tres de la tarde, daba buena cuenta de cualquier alimento que pudiera servirle de aperitivo, acompañándolo con una saludable lata de cerveza.
Una vez hubo terminado, mojó la taza y la dejó en el escurreplatos. Luego recogió la leche y las galletas sobrantes. Entonces escuchó los primeros sonidos procedentes del piso de abajo. La niña lloraba ligeramente y parecía que no llegaba a su cuarto la visita deseada. Sus padres seguirían durmiendo, ajenos a las necesidades o antojos de su retoño. Pedro buscó entre sus discos uno de Thelonius Monk. Tenía varios del ilustre pianista. Cogió una amplia recopilación en la que podían escucharse más de cuarenta temas compuestos por el reconocido músico. Colocó el CD sobre el reproductor y empezó a escuchar los primeros acordes de “Off minor”. Piano, contrabajo y los platos de la batería. Sincopas y más síncopas. Todas las notas de la melodía parecen fuera de lugar. Atacadas con los dedos de la mano derecha de Monk, con un golpe brusco y breve. El contrabajista acompañando en negras, infatigable. Se oyen voces de fondo. ¡Es lo que tienen las grabaciones viejas!
Pedro se detuvo unos minutos frente a su aparato de música, disfrutando. Luego llegó “Round Midnight”, posiblemente la más bella balada jamás escrita. A Pedro le gustaba, de vez en cuando, hacer afirmaciones semejantes. Sin dudas, sin paliativos. La mejor, la más bonita.
Nada más empezar a sonar el tercer tema Pedro se dirigió a la mesilla de su cuarto para coger el libro que estaba leyendo. Llevaba mucho tiempo con él, y no era porque el libro no le estuviese gustando, sino porque se encontraba perezoso para la lectura. De noche, con la vista ya cansada y a la luz de la lámpara de la mesilla, difícilmente distinguía las letras que corrían por las páginas del libro que en aquel momento estuviera leyendo. No tenía gafas. No las quería, de momento. Le daba pereza ir al médico y comenzar el consiguiente ciclo de visitas hasta llegar a poseer esas gafas que le permitieran leer a gusto. Luego, seguramente, cuando las tuviera, se arrepentiría de haber tardado tanto en comprarlas y descubriría las ventajas de poder enfocar sin problemas fuese la hora del día que fuera y hubiera la luz que hubiese. Le había ocurrido en otras ocasiones. Tardaba en comprar algo y más tarde, una vez hecha la compra, se arrepentía de haber tardado tanto en haberla comprado.
El libro escogido era una breve recopilación de historias escritas por Murakami que suceden en diferentes partes de Japón después de un terremoto sufrido en Tokio. Precisamente el título del libro lo dice: “After the quake”. Se tumbó con el libro entre las manos en su sofá blanco de IKEA y comenzó a dejarse llevar por los diálogos creados por el escritor nipón.
La niña del quinto había dejado de llorar. Ahora corría por el pasillo, haciendo sonar cada uno de sus pasos sobre la tarima del suelo. A continuación oyó la voz del vecino que invitaba a la niña a subir a la cama con ellos. Luego sonó la voz de la vecina que repetía una y otra vez la misma frase “pero mira quien ha venido hasta aquí”. De fondo las risas de la niña. ¡Una familia feliz! No siempre lo había sido. Pedro había escuchado sus discusiones, compartido con el vecino algunas cervezas en la barra de un bar próximo y admirado el trasero de la vecina cuando algunas mañanas había observado su marcha al trabajo desde su terraza. Incluso había estado en su casa tomando unas cuantas copas de cava junto a Nordin y Robert. La vida da muchas vueltas, a veces a mejor y otras veces no.
Abandonó el libro para preparar una segunda taza de café y cambiar de música. Eligió un disco de Tom Waits y al sonar los primeros arpegios sobre el piano del “Tom Travers’ Blues” no pudo evitar ponerse triste. Esa canción siempre lo conseguía. Y él la buscaba, porque de vez en cuando necesitaba echar en falta la felicidad que había disfrutado años atrás junto a su mujer y su hijo. Fueron muchos años buenos, muy buenos. En aquellos tiempos no hubiera pensado que aquello podía llegar a su fin, pero los sucesos se precipitaron y ahora él estaba allí, solo. Una soledad que en parte había escogido, pero que en parte le fue impuesta por el devenir de los acontecimientos.
Para Pedro llorar de vez en cuando era tan importante como reír a menudo. Ambas le hacían sentirse vivo.
Volvió a las páginas del libro con su taza de café. No fue capaz de acabarla. Le gustaba dar esos sorbos cortos, pero últimamente el café le ponía muy nervioso y su cuerpo difícilmente aceptaba una segunda dosis matutina. Así que dejó la taza sobre la mesa y siguió con las historias de Murakami.
A media mañana abandonó de nuevo la lectura y se puso a escribir la carta a Adrián. El había quedado en hacerla. Unas líneas en las que decirle claramente que debía dejar en paz a Arantza, que de lo contrario sufriría las consecuencias. ¿Qué consecuencias? Eso no iba a especificarlo en la nota, pero Robert lo tenía muy diáfano. Le pintarían el escaparate de la tienda con un breve texto que no dejara duda de que allí trabajaba un maltratador. Luego escribirían el mismo mensaje en su deportivo. Luego colocarían pastines por Algorta en los que denunciarían su condición de acosador. Y más tarde inventarían algo nuevo, mucho más contundente.
Terminada la misiva Pedro se sirvió una cerveza. Desde la cocina volvió a escuchar la conversación de los vecinos del quinto. Hablaban de comida, de películas, de lo que podrían hacer esa tarde fría de un domingo que pasarían en casa, evitando gastar más de lo estrictamente necesario en medio de una crisis económica que estaba durando demasiado y que golpeaba duro a muchos hogares. Ellos, afortunadamente, seguían trabajando, ambos. Ella de administrativa en un despacho de abogados, él desde hacía pocas semanas de abogado mal pagado en una multinacional.
Luego se acordó de la mandolina que le había dejado Robert con la intención de que aprendiera unos acordes y así poder tocar los tres juntos, con Nordin en la percusión, en futuros eventos. Así podían ensayar mientras tomaban cervezas, le animó Robert. Sacó el pequeño instrumento de su funda, cogió el papel donde estaban escritos los acordes más habituales e intentó tocar un sol mayor. El corazón en el tercer traste de las primeras cuerdas dobles y el índice sobre el segundo de las segundas. Fácil. Rasgó las cuatro cuerdas dobles y algo sonó, no muy claro, pero se parecía a un acorde de Sol. Luego colocó su corazón en el tercer traste de las segundas cuerdas y el índice en el segundo de las terceras. Y llegó el Do. Tampoco sonó mal. Fue cambiando de posición para coger práctica y agilidad. No fue sencillo. Era la segunda vez en su vida que se enfrentaba a un reto semejante: hacer que un instrumento sonara dignamente.
Tras diez minutos cansinos e interminables consiguió que los dedos cambiaran de posición con cierta soltura. Robert le había dicho que con tres acordes podrían tocar infinidad de canciones. Así que empezó a practicar con el tercero. El americano le había dicho que debía ser un Re, para completar la tonalidad, tónica, dominante y subdominante. Dedo índice en el segundo traste de las cuartas cuerdas y el corazón en el segundo de las primeras. No era difícil. Bien. Luego practicó la secuencia entera: Re, Do y Sol. Así varias veces, hasta que las yemas de los dos dedos empezaron a doler. Dejó la mandolina sobre la mesa de la cocina y volvió a la lectura.
A Pedro le fueron pasando las horas muy lentamente. Disfrutaba del aburrimiento que le generaba no saber bien cómo llenar el tiempo. ¡Por fin éste no corría! Volvió a coger la mandolina otro rato. Estaba orgulloso de todo lo que había aprendido en unos cuantos minutos. Luego guardó el instrumento en su funda y llegadas las dos comió frente al televisor, un arroz con tomate y huevo, como cuando era un niño. Oyó las noticias, recogió la mesa, fregó y volvió al sofá donde pasó la tarde dormitando, leyendo, viendo malas películas de Antena 3 y escuchando las conversaciones de los de abajo. El lunes sería un día más emocionante, sin duda.