4.
El café con leche estaba muy caliente. Era imposible dar un trago. Así que Pedro, mientras esperaba a sus dos amigos, decidió comenzar a comer el croissant. Demasiado azúcar, pero estaba rico. Se acodó de los suculentos croissants que comió en Burdeos, en un viaje que hizo a la vecina ciudad francesa hace varios años, junto a Julia. Eran otros tiempos, imposibles de olvidar. Recuerdos que de vez en cuando le asaltaban sin que él lo deseara. Le hubiera gustado ser capaz de dominar su mente hasta el punto de que solamente acudieran a su memoria los recuerdos que él seleccionara y en el momento en el que él lo quisiera. Pero eso era una tarea imposible.
En ese momento llegó Robert, ataviado con una boina, un fular de tonos verdes, un gabán con altos cuellos y unas gafas oscuras.
-¿Tú vas a ir así, sin disfraz alguno? –preguntó mientras tomaba asiento.
-Me pondré la capucha esta, -dijo señalando al gorro que tenía en la sudadera, -y llevaré un periódico para taparme la cara. ¿Te parece?
-Eres un hombre a quien le gusta el riesgo. –dijo soltando una carcajada. –Creo que me gusta demasiado entrar en acción. Me siento pletórico, exultante, ¿se dice así? Subrayé esa palabra hace poco en uno de los libros que he leído este mes. Me pareció una buena palabra. Exultante. Hace a culto.-Hizo una pausa mientras gesticulaba y alzaba el cuello simulando ser un preboste de la cultura hispánica. –A lo que iba, me encanta tener una misión de este estilo entre manos.
-Tengo que confesarte que, aunque lo del dinero no me parece muy correcto, lo del espionaje y el chantaje me gusta.
Nordin llegó cinco minutos tarde. No se disculpó. Tuvo que escuchar la habitual retahíla de Robert sobre la puntualidad, el respeto, las costumbres africanas, etc… Un estribillo repetitivo y demasiadas veces repetido.
Mientras tomaban el café repasaron el plan del día. Su único objetivo era familiarizarse con la víctima y con la zona. Una vez realizada esa fase pensarían qué hacer.
Abandonaron la cafetería pasadas las nueve y media. Caminaron hasta la estación de metro de San Nicolás y esperaron un par de minutos la inminente llegada del tren. Tomaron asiento y viajaron en silencio hasta que pasado el barrio de San Ignacio el suburbano tomó tierra, surgió de las tinieblas y permitió a los pasajeros disfrutar de las vistas: la ría, la margen izquierda, el barrio de Lutxana. Restos industriales, barrios humildes que intentaban recuperar cierta dignidad urbanística a base de pintar sus fachadas de alegres colores que ocultaran la dureza de la vida que trascurría en esos pisos habitados por trabajadores en paro o malpagados, con familias demasiado numerosas para los ingresos que llegaban al hogar. La ría, auténtico corazón de la metrópoli, en los tiempos buenos y en los malos.
Llegaron hasta la estación de Algorta sin cruzar palabra. Una vez en la plaza, tras abandonar el andén subterráneo, Robert se caló las gafas y la boina, Pedro se puso la capucha y Nordín se puso una peluca morena, con el pelo largo y dócil que había trasportado en una bolsa de plástico. Siguieron a Robert que se había preocupado de buscar en google la calle donde se encontraba la tienda de Adrián, atendiendo las explicaciones dadas por Arantza. Estaba cerca, a pocos minutos. Algunos transeúntes miraban sorprendidos a los tres amigos al cruzarse con ellos. Había algo que los convertía en seres llamativos. Un pelo largo, una boina, una capucha. Sería la suma de los tres sumandos. Era un trío extraño.
Pronto alcanzaron el destino. Se encontraron frente a un escaparate donde se ofrecían selectos artículos de decoración, lámparas, cuadros, cerámicas, tallas, flores artificiales. Era un escaparate pequeño, como el establecimiento. Se quedaron un breve momento observando los artículos expuestos e intentando ver a través de ellos para así descubrir la figura de Adrián. Desafortunadamente, en ese mismo instante, un chico joven, en torno a la treintena, salió de la tienda, se paró bajo el dosel de la puerta y encendió un cigarrillo. Observó a los posibles clientes con curiosidad y se atusó el pelo mientras inspiraba una profunda calada.
Pedro se puso nervioso ante la presencia del que sin duda era el dueño de la tienda, es decir, Adrián, y señaló con el dedo alguno de los artículos que descansaban en el escaparate, con la intención de disimular. Robert asintió con la cabeza y señaló otro objeto que reposaba en otra esquina. Así pasaron unos minutos. Adrián terminó el cigarro, lo apagó contra el escalón que daba entrada a la tienda y entró con la colilla entre los dedos.
-Vámonos, -ordenó Robert. -Nos ha mirado demasiado y eso no es bueno. ¡Qué mala suerte! ¡Tenía que salir justo en el momento en el que nosotros acabábamos de llegar!
-¿Irnos ahora? ¡Si no llevamos aquí ni cinco minutos! Yo creo que lo mejor que podemos hacer es ir a dar una vuelta y volver dentro de un rato, -propuso Nordin mientras seguía señalando, con afán de disimular, los objetos que se repartían por el vistoso expositor.
-Bien, pero en este instante lo mejor es seguir caminando, pasear, alejarnos de este lugar, -aconsejó Robert.
Reemprendieron la marcha alejándose lentamente de la tienda. Se detuvieron junto a otros escaparates e intentaron demostrar interés por los objetos que veían. Tenían miedo de que Adrián se hubiera fijado en ellos y hubiera sospechado cualquier cosa extraña que dificultara cualquiera de las acciones que posteriormente iban a emprender contra él. Tal vez Adrián, cuando recibiera la primera amenaza, se acordara de ese trío extraño, ataviado con gorros, boinas y pelucas poco acordes con la típica elegancia de los transeúntes que habitualmente discurren por el corazón de Algorta.
Era fácil fijarse en ellos, porque a esas horas la ancha calle peatonal tenía muy pocos paseantes, las tiendas estaban desperezándose, abriendo poco a poco sus puertas a una clientela que aún no había salido a la calle, que cada vez compraba menos a pesar de que en lugares como Algorta la crisis pasaba más desapercibida. Sin embargo las continuas noticias económicas, poco alentadoras, habían ralentizado los deseos de comprar también a los miembros de la potente burguesía de Getxo. Y seguramente Adrián lo habría notado. Pero aunque la falta de compradores se hubiera hecho notar en su caja registradora, Adrián seguía al pie del cañón, abriendo puntualmente la tienda, cambiando la disposición de los objetos expuestos en el escaparate, buscando ofertas, rebajando el precio de algunos de los objetos exhibidos con el fin de que sirvan de reclamo a los curiosos que se detenían frente a la cristalera. Al menos eso fue lo que pensó Pedro mientras se alejaba de la tienda.
Tomaron asiento en uno de los bancos que se disponían ordenadamente en un pequeño mirador desde el que podía observarse el Abra, los impresionantes y señoriales edificios que bordeaban la orilla derecha de la bahía, los desordenados edificios que trepaban por las laderas de las colinas que ocupaban la margen contraria, el viejo puente colgante, recientemente pintado de ese color rojo que llamaba la atención de quienes siempre lo habían visto negro, los barcos que entraban o salían del inmenso puerto que parecía demasiado extenso para la cantidad de barcos que atendía.
-¡Vaya vistas! –dijo sorprendido Pedro. –Es un sitio espectacular. El mar, las montañas, riqueza, desorden. En pocos kilómetros podemos encontrarnos de todo.
-Eso es lo que hace a Bilbao una ciudad grande, sus contrastes, evidentes y fáciles de encontrar. –respondió orgullosamente Robert, que habitualmente ejercía de bilbaíno.
-No hemos venido hasta Algorta para ver el mar y las gaviotas. Tenemos que pensar en algo. –Nordin estaba molesto por la rápida irrupción de Adrián en la escena.
-Lo primero que tenemos que hacer es cambiar de atuendos. Creo que esta manera de pasar desapercibidos nos convierte en dianas de todas las miradas. Tres tipos juntos, ataviados con gorros y boinas. Y este morito de pelo lacio. Es muy poco creíble. Creo que cualquier persona que repare mínimamente en nuestra presencia se dará cuenta de que estamos disfrazados. –Al madrileño no le gustaba mucho la idea de disfrazarse de manera tan llamativa. No podía entender la efectividad de dicha medida.
-Pero gracias a la boina Adrián no sabe que yo soy calvo, gracias a la peluca lisa no sabe que el morito tiene el pelo rizado y gracias a ese gorro que llevas no sospecha que la alopecia se está apoderando de tu bien dotada cabeza. –respondió Robert a quien, por el contrario, le gustaba mucho disfrazarse, calarse cualquier sombrero y unas buenas gafas oscuras para convertirse en un personaje anónimo, distinto. Para dejar de ser él mismo. Eso era lo que argumentaba cuando proponía al trío de mercenarios llevar algo que les hiciera diferentes.
-En eso tienes razón. Sin embargo, creo que si Adrián hubiera visto un hombre grande y calvo, un moro con pelo rizado y un españolito con alopecia no habría sospechado de nadie. Simplemente tres tipos en un escaparate.
-Nosotros tres llamamos la atención vayamos como vayamos, -señaló acertadamente Nordin. –No es normal cruzarse con un trío así.
-Pero eso no podemos cambiarlo. Disfrazados conseguimos que se fijen en nosotros, pero no saben cómo somos realmente, -apuntó Robert que no podía entender que alguien no viera como una buena idea lo que a él le parecía un acierto indiscutible.
-Buena reflexión. Basada en nuestra imposibilidad de pasar desapercibidos. Dicho así, me he quedado sin argumentos. – reconoció Pedro. –Lo que creo que no podéis discutirme es que si volvemos a echar una ojeada a la tienda de Adrián lo mejor que podemos hacer es quitarnos estos apósitos y no volver los tres juntos.
-Eso es cierto. Vamos a quitarnos los, ¿cómo los has llamado?
-Apósitos. No sé si es correcto. Un apósito es un remedio que se aplica exteriormente, una especie de paño que se utiliza para curar alguna herida, algún golpe. Se me ha ocurrido llamar así a nuestros gorros y pelucas porque son una especie de vendaje que usamos para ocultar nuestro aspecto original.
-Eres un poeta. ¡Apósitos! –dijo burlonamente Robert. –Pues quitémonos nuestros apósitos a la de tres.- Hizo una pausa, miró a sus dos compañeros, y cuando se cercioró de que ambos habían entendido su propuesta comenzó a contar. –Un, dos tres.
En ese instante los tres utilizaron sus respectivas manos derechas para despojarse de sus atuendos. Volvieron a mostrar la calva, el pelo rizado y el inicio de alopecia.
-¿Quién va a acercarse a echar una ojeada?
-Voy a ir yo. Creo que lo más fácil es que seas tú, -dijo Robert señalando a Pedro, - el que vengas a espiar al sujeto ese. Así que es mejor que no te reconozca. –Hizo una pausa esperando el asentimiento de sus amigos y sin más preámbulo abandonó el banco y desanduvo los pasos que le separaban del comercio de Adrián. –Os llamo en media hora, -dijo al alejarse.
Pedro y Nordin siguieron disfrutando de las maravillosas vistas, aunque el cielo nublado no permitía al paisaje recibir la luminosidad que se merecía. Trascurrieron varios minutos sin que intercambiaran palabra alguna. Nordín llegó a cabecear, presa del sueño. Pedro no había dormido mucho ni bien, pero podría aguantar perfectamente hasta la hora de la siesta. La ceremonia de la siesta se había convertido en un clásico irrenunciable en las sobremesas de Pedro. Comiera a la hora que comiese, nada más terminar, recoger la mesa y fregar los cubiertos y el solitario plato que utilizaba todos los días, se acostaba en el sofá de Ikea, frente al televisor, y, mientras veía repetidas las noticias en el canal 24 horas de Televisión Española, se dejaba atrapar plácidamente por las garras de Morfeo.
La media hora se convirtió en casi una entera. Sin embargo ni a Nordin ni a Pedro se les hizo larga la espera. El primero se quedó dormido al sol y el segundo sacó de su bolsillo el ejemplar de la novela de Mankell que estaba leyendo y alternando la lectura con la visión de la bahía el tiempo transcurrió raudo. Había algo en la novela del sueco que le recordaba su propia vida. Invertida, ya que en “los zapatos italianos”, el libro que estaba leyendo, el protagonista descubre la existencia de una hija en sus últimos años de vida, gracias a una anciana mujer que tras cuarenta años de separación, amenazada de muerte por un cáncer incurable, decide reencontrarse con el hombre con el que había vivido una apasionante historia de amor durante su juventud y a quien no había vuelto a ver en ese largo periodo de tiempo, ya que él huyó sin dejar rastro. La búsqueda de lo que no se tiene y por lo tanto se añora, o la huida de lo que ya hemos vivido y queremos dar por concluido.
-Siempre lo mismo. Los americanos trabajan mientras los africanos dormitan al sol y la culta Europa disfruta de su retiro. -Robert arrancó a sus amigos de las actividades que estaban realizando. -Ese muchacho es listo. Hay algo, que no sé cómo llamar, que me dice que hay que andar con cuidado con ese tendero.
-¿Qué es ese algo? –preguntó mientras se desperezaba parsimoniosamente Nordin, que se había despertado con una amigable sonrisa en el rostro. -¿Tiene un brillo especial en su mirada? ¿O es la manera de caminar, de vestir, de fumar?
-Fuma mucho. En este intervalo ha salido cuatro veces a fumar. Seguramente en un día se cepilla dos paquetes de tabaco. Es una máquina. Es muy nervioso, ansioso. Su manera de fumar lo revela. Pero lo que más me inquieta es su mirada. Entrecierra lo ojos. Parece estar cavilando algo, constantemente. No le deja descansar a la mente. Y luego, cuando acaba sus cigarros, entra con paso rápido a la tienda, se apoya en el mostrador y escribe. No puedo saber qué. Es como si mientras chupetea el cigarrillo se le ocurrieran brillantes ideas que teme olvidar, y por esa razón las recoge en una libreta.
-¿Y tú qué hacías mientras el fumaba? –preguntó el madrileño.
-Iba de arriba a abajo. Sé que no me ha visto. Estaba obcecado. ¡Vaya palabra! Progreso a pasos agigantados. –Sonrió mientras golpeaba afectuosamente la espalda de Pedro con el ánimo de subrayar su sorpresa. Las nuevas palabras que leía en las novelas escritas en español que devoraba todas las tardes le brotaban sin buscarlas, inconscientemente. Y eso le sorprendía a él mismo. –Pero los avances no van a hacerme olvidar la misión que nos ha traído hasta aquí.
-Si no fuera por ese acento gringo que no puedes evitar por mucha novela que leas, al cerrar los ojos me costaría darme cuenta de que eres tú quien hablas. En cuestión de meses has mejorado de manera increíble, -Pedro no dejaba de demostrarle al americano la admiración que le provocaban sus progresos.
-Gracias. Pero volvamos a lo nuestro. He observado que el pájaro tiene un cochazo impresionante que está aparcado en una calle cercana. Cuando ha salido a fumar su tercer cigarrillo ha cerrado la tienda y ha caminado hasta el vehículo para sacar un paquete de tamaño llamativo del maletero. Es un BMW pequeño, descapotable, de esos que se ven de vez en cuando con un pijo y una tía buena dentro.
-¿Has podido ver lo que había en el paquete? –se interesó Pedro.
-Sí. Soy un espía fuera de serie. El paquete no pesaba mucho. Lo ha trasportado sin esfuerzo. Al llegar a la tienda lo ha desempaquetado y ha sacado el contenido de la caja: un vestido negro, corto, con tirantes. Lo ha estado mirando bastante tiempo, manteniéndolo colgado de los dedos índices de ambas manos, elevándolo sobre su cabeza.
-Un regalito para Arantza, -especuló el marroquí.
-Eso he pensado yo. Estará planeando una manera de reconquistarla. No me extraña que Arantza quiera que la deje en paz. En ocasiones tiene una mirada de psicópata. Cuando miraba el vestido se le dibujaba una sádica sonrisa en la cara que daba miedo.
-¿Cómo has podido ver todo eso sin que el tipo se diera cuenta? ¿Has desarrollado una capacidad especial para ver a través de los escaparates o la mitad de lo que nos cuentas es producto de tu imaginación?
-Eso es lo que me ha llamado más la atención. El Adrián ese estaba tan obsesionado, tan centrado en lo que hacía, fuese fumar un cigarro, fuera abrir el paquete, fuera reordenar los objetos que tiene expuestos en su tienda, que no parecía ser capaz de verme, aunque estuviera colocado en la mitad del escaparate, observándolo como he estado varios minutos seguidos.
-¿Estás seguro de que no te ha visto? A ver si el psicópata ese viene con una navaja y te hace un dibujito en la espalda… -A Nordin le encantaba poner en tela de juicio los comentarios del americano. Se ponía nervioso y eso le hacía más divertido. Sin embargo Robert adivinó las intenciones de su amigo e ignoró los comentarios de este.
-No ha entrado ningún cliente hasta hace un par de minutos. Era una señora elegante, de esas que abundan por esta zona. Llevaba un abrigo caro y parecía ser una conocida, una clienta habitual. Entonces me he ido.
-¿Qué hemos sacado en claro de este primer contacto con nuestra víctima? –preguntó Pedro inocentemente.
-Bueno, parece evidente. Conocemos su tienda. Sabemos dónde podemos dejar el aviso. Sabemos cual es su coche. He anotado la matrícula. En el caso de que no nos haga caso y siga agobiando a Arantza podemos pintarrajear su escaparate, rayarle el coche. Sabemos donde golpear. ¿Te parece poco?
-Es que todavía no entiendo bien el plan. No es que no lo entienda, es que no lo conozco. –insistió el madrileño.
-Pues es muy sencillo. Al chuleta ese le mandamos una cartita en la que le decimos que deje en paz a Arantza. Que sabemos que tiene la mala costumbre de acosar a las chicas que no quieren que las acosen. Que si nos enteramos de que sigue por ese camino su tienda va a quedar dañada. Además daremos a conocer a sus clientas el tipo de persona que es el vendedor de cosas caras e innecesarias con el que se encuentran cada vez que entran en esa tienda. Si responde bien a la amenaza lo dejamos en paz. Arantza nos lo dirá. Si el tipo sigue en sus trece le ponemos el escaparate bonito. Luego el coche. Otro día podemos seguirle hasta su casa, enterarnos de donde vive y adornar el portal con unas pintadas en las que advirtamos a sus vecinos del tipo de bicho con el que comparten portal.
-¿Y cómo vamos a firmar? ¿Unos amigos de Arantza? Quizás lo único que consigamos es que Adrián se mosquee con Arantza y haga una barbaridad.
Espero que eso no suceda.
-Podemos firmar la carta como la Asamblea de Mujeres Acosadas, brazo armado, -propuso Nordin mientras se señalaba la frente queriendo dar a entender que su mente privilegiada era capaz de producir ideas tan brillantes como la que acababa de decir.
-No he pensado en eso. Y no sé si Arantza lo ha pensado.
Se produjo un silencio momentáneo. Robert permanecía en pie junto al respaldo donde se encontraban sentados los otros dos amigos, ambos con la cabeza girada para poder mantener la conversación con el americano.
-¿Por qué no cambiamos de sitio para seguir pensando? Me duele el cuello de mirar hacia atrás. –Nordin se echó la mano al cuello mientras se levantaba del banco. –No sé qué hora es, pero seguramente entraría bien un vermú. ¿Qué os parece?
-Es un poco pronto, -dijo el más prudente de los tres.- Podemos dar un paseo hasta el puerto viejo y nos tomamos el vermú allí. Todavía son las doce y media. Yo me niego a beber alcohol antes de la una.
-Vale, señor razonable. Pero yo tengo que irme pronto porque he quedado en casa de unos amigos a comer. Es el cumpleaños de uno de ellos, no me acuerdo de quién.
-O sea que hoy te vas a poner contento, -anotó Nordin.
-Contento estoy casi siempre. Sin embargo hoy voy a controlarme. Solamente beberé un poco de vino.
Caminaron rumbo al cercano barrio viejo de pescadores mientras Robert les daba detalles de los amigos con los que iba a comer. Los conoció años atrás en el Residence, el bar donde Robert había forjado la mayoría de sus amistades bilbaínas. Dijo que él era un profesor universitario a quién dio durante unos meses clases de inglés. Ella era una actriz que deseaba abrirse un hueco en el difícil mundo de la interpretación. Había hecho algunos pequeños papeles en varios cortos dirigidos por jóvenes directores aficionados de la escena local. En varias ocasiones había peregrinado a Madrid, donde el mercado de trabajo se ampliaba notablemente, pero todas sus excursiones terminaban en pocas semanas en el hogar de su novio, quien prácticamente la mantenía. Se juntarían un montón de amigos, la mayoría de ellos de la farándula, artistas que van de artistas. Gente de esa que juega a ser de izquierdas y vive como vive la mayoría de la burguesía a la que pertenecen. Gente que habla de revoluciones necesarias mientras descorchan una botella de Moet Chandon para acompañar unos tacos de salmón que alguien ha comprado en el supermercado del Corte Inglés. Gente que no era de su agrado, pero Robert se sentía obligado a acudir a la comida porque su exalumno era un cincuentón simpático y bonachón a quien había cogido cariño.
Llegaron a la parte superior del barrio de pescadores justo cuando Robert terminó la descripción de los personajes a los que iba a encontrarse en un par de horas. Este pequeño rincón de casas antiguas y modestas, desordenadamente colocadas en torno a una pendiente que se vierte hacia el diminuto puerto ya en desuso, parece haber sido diseñado ex profeso para dar cabida a la extensa colección de tabernas que cada fin de semana se atiborran de relajados y adinerados poteadores que encuentran allí un rincón donde huir del cotidiano agobio impuesto por el trepidante ritmo de la modernidad. Esa mañana de sábado no fue una excepción. Aunque aún era temprano, las callejuelas ya estaban llenas de elegantes treintañeros, cuarentones y alguno de más edad que en corros conversaban y bebían sus vinos, sus cervezas y sus vermús.
-Este sitio es precioso, pero tanta gente me echa para atrás. –Pedro siempre prefería la tranquilidad. –Es una lástima que siempre esté tan lleno de gente.
-Tienes que mirar el lado bueno. Entre tanto pija hay bastantes chicas estupendas, de gimnasio y ropa de marca. –Robert no perdía detalle. –Tienes que aprender a ver lo bueno y sobrevolar por encima de lo que no te gusta.
-Bueno. ¿Qué os parece si entramos en éste y nos tomamos nuestro primer vermú? Con un vaso en la mano todo se ve mucho mejor: menos gente y más tías saludables.
-Tú si que sabes Nordin. ¿Invitas? –preguntó el americano a Pedro.
-Lo tengo asumido. Los vermús de la mañana, hasta tres, son cosa mía. Es una sencilla y fundamental norma del socialismo. El que más tiene paga los primeros vicios. A partir de tres los vicios son excesivos y cada uno se paga el suyo, si es que puede.
-¡Ha sido maravilloso encontrarse contigo! –exclamó Robert.
-¿Lo dices por los vermús?
-En general, -contestó soltando una sonora carcajada.
No había casi clientes dentro del establecimiento. La mayoría estaba fuera, en la plazuela, bebiendo y fumando, por lo que les resultó muy fácil ser atendidos. Tras pagar ellos también salieron a disfrutar de los tímidos rayos de sol de esa excepcional mañana de Diciembre.
Bebieron un segundo vermú en la taberna que está junto al puerto, el último y más visitado de todos ellos. Se sentaron sobre el murete que separa el paseo de las aguas del puerto y dieron cuenta del aperitivo mientras conversaban sobre Adrián y su tienda, alguna de las parroquianas que bebían por los alrededores y que eran llamativamente atractivas y sobre lo maravillosa que era la vida cuando bajo el sol y en compañía de buenos amigos se puede beber un par de saludables tragos.
A las dos comenzaron a caminar rumbo a las Arenas, a lo largo del paseo marítimo. Les costó llegar. Robert tuvo que telefonear para avisar al resto de los comensales que iba a llegar más tarde de lo previsto, que le había surgido una urgencia, mintió. No le gustaba llegar tarde a ningún sitio, pero el tiempo había corrido demasiado en el puerto viejo de Algorta.
Llegaron a Bilbao a las tres. Robert se bajó del metro en Indautxu, cerca de su destino. Nordin y Pedro descendieron en Abando y una vez en la calle se despidieron.
Pedro puso rumbo a Uribarri, se calentó una lata de alubias a la vasca, descorchó una botella de cava que había comprado al increíble precio de cinco euros en la admirable tienda de vinos y licores de la calle Castaños, saboreó la celebrada combinación de legumbres con espumoso y se echó en el sofá de la sala para disfrutar de una breve pero intensa siesta.