«Gobernar o dirigir un país o una organización es pactar, y pactar no es ceder»

martes, 22 de julio de 2014

02 - ¡Gracias para venir!

2.
      

         La mañana siguiente no tardó en llegar. Amaneció temprano, pero la luz del sol no arrancó a Pedro de los brazos de Morfeo. Lo hizo el persistente sonido de su teléfono móvil que no dejó de sonar una y otra vez hasta que el madrileño acertó con la tecla oportuna varios segundos después.

-¿Si? –emitió un sonido similar al de eructo surgido de las más profundas entrañas de su cuerpo.

-Hola. ¿Qué te pasa? ¡Vaya una voz que tienes! ¡Cómo se nota que es viernes y que ayer tuviste cena con tus amigotes! –Era Irene la que había telefoneado pasadas las diez de la mañana. –Te llamaba para ver si querías tomar un café conmigo, pero me parece que te va a resultar imposible todavía. 

-Irene. Perdona, pero ayer me acosté muy tarde y apenas he dormido un ratillo. ¿Qué hora es? –preguntó mientras se incorporaba y llevaba su mano izquierda a la frente, con el deseo inconsciente de librarse del dolor de cabeza que sintió nada más abrir los ojos.

-Según puedo apreciar, demasiado pronto para ti. No importa. Ya quedaremos en otra ocasión. –Lo dijo en un tono que se balanceaba entre la desilusión y el reproche. A Irene no le parecían muy aconsejables esas amistades de Pedro. Éste le había contado algunas cosillas que no eran del agrado de Irene.


-No, no. Si me das unos minutillos me ducho, me tomo un café casero y me adecento un poco.- Pedro miró la hora en el reloj de su mesilla. Eran exactamente las diez y cuarto. - ¿Qué te parece quedar a las once y media en el Monterrey? ¿Te viene bien?

-No es necesario que te levantes si no te apetece. Nos podemos ver en otra ocasión.-Esta vez el tono reflejaba más decepción que otra cosa.

-No quiero perderme ninguna ocasión.-lo dijo sinceramente.

-¡Qué bonito! –con rintintín.

-Espero que pueda arreglar bajo la ducha el aspecto que tengo. No me gustaría que me vieras con estas ojeras, -Pedro estaba hablando frente al espejo de su cuarto y podía asistir al desolador espectáculo que ofrecía su reflejo. –Si la ducha y un buen afeitado no mejoran mi aspecto te llamo y lo dejamos para otra oportunidad. No puedo dejar que una mala noche desvirtúe la imagen que guardas de mi.

-No te preocupes. Estoy seguro que lo conseguirás. Entonces a las once y media en el Monterrey. Se puntual.

-Sabes que lo soy. Hasta luego.-dijo conciliador.

         Pedro había salido con Irene en varias ocasiones durante los últimos dos meses,  desde que coincidieran en aquel concierto que dio Ian Anderson en la sala BBK de la Gran Vïa. Algún que otro concierto, un par de visitas al museo de Bellas Artes y unos largos e inocentes paseos por Abandoibarra. De momento solamente unos besos controlados habían sido intercambiados. Irene pedía tiempo y Pedro deseaba no perder el control. Ambos estaban muy a gusto en compañía del otro, y ambos agradecían haber encontrado un compañero con el que intercambiar tranquilamente sus reflexiones, sus miedos y sus ilusiones. Pedro tenía muchas reflexiones, miedo a dejarse atrapar por Irene y la ilusión de que Irene quedara atrapada en sus brazos. Irene reflexionaba menos, no atesoraba ninguna ilusión y tenía muchos más miedos. A su marido, del que quería separarse y tal vez  iniciar el proceso de divorcio. A su hijo, que parecía no abandonar el lado más convulso de su adolescencia de  niño mimado y consentido. A su vida, que no sabía que derroteros tomaría.   
                               
         A Pedro le dolía mucho la cabeza. Se quitó el pijama que apestaba a sudor, quitó las sábanas de la cama y la funda del edredón y preparó la lavadora. La dejaría puesta y al mediodía colgaría la colada. Luego, desnudo, se dirigió a la ducha. Allí estuvo más de cinco minutos, intentando que el agua arrancara la resaca. Se sintió algo mejor cuando se encontró nuevamente con su reflejo en el espejo del baño. Se afeitó con una cuchilla demasiado usada y se dio una crema hidratante que únicamente utilizaba en contadas circunstancias. Después fue a la cocina a preparar la cafetera. Se vistió en su cuarto y el inconfundible aroma del café  ya hecho le sorprendió buscando en su reducido botiquín un “ibuprofeno” que le ayudara con su jaqueca. Se preparó una taza, acompañó la infusión con unas pocas galletas y se tragó la pastilla. Luego volvió al baño, esta vez a hacer aguas mayores. Esto le ayudó a sentirse algo mejor. 
         
         Después salió a su pequeña pero aprovechada terraza, a comprobar la temperatura y las amenazas de lluvia que traía el nuevo día. Frío y muchas nubes sobre Bilbao. Mientras hacía esas verificaciones pensó en Irene. La conoció gracias a su amigo Julen, profesor del Instituto donde había pasado con mucha más pena que gloria el hijo de aquella. Se vieron una mañana de Julio en la Gran Vía y volvieron a encontrarse dos meses más tarde en el concierto del viejo cantante de la mítica banda Jethro Tull. Y poco más.
     
         Le gustaba esa mujer, pero tenía miedo de enamorarse de ella. Había venido a Bilbao en busca de libertad, de desapegos afectivos, de soledad elegida. Y había conocido a Irene demasiado pronto. Pero, ¿qué iba a hacer? Es imposible programar la vida. Es imposible sortear esas personas que parecen condenadas a ocupar papeles importantes en la película que cada uno de nosotros protagonizamos.

         Salió de casa a las once y cuarto. La mañana era fresca pero Pedro no tenía frío con su sudadera y con la chamarra de cuero negra que se había comprado unos días antes a un precio inmejorable, dejándose llevar por un arrebato de juventud bastante inusual en él. Llevaba más de una semana sin encontrarse con Irene. Habían hablado en una ocasión por teléfono durante ese tiempo, una conversación que duró varios minutos, a lo largo de los cuales se puso al corriente de  las muchas dudas que tenía ella sobre emprender o no los trámites de divorcio.

         Llegó a la puerta de la cafetería unos instantes antes que ella. La pudo ver acercarse a paso ligero por la concurrida acera. Llevaba una elegante falda de cuero negra, unos leotardos del mismo color, unas botas con un tacón notable, un abrigo ligero un poco más corto que la falda y su melena rubia cayéndole ordenadamente hasta los hombros. Era una mujer atractiva, madura y atractiva. 

-He llegado antes.

-Bien, pero yo también he sido puntual. No creo que hayan dado las once y media aún. 

-Estás muy guapa.-lo dijo usando un tono conciliador. De todas formas no mintió: Irene estaba guapa y eso fue lo que le pareció a Pedro.

-A ti te sienta muy bien esa chaqueta de cuero. ¿Es nueva?-respondió al cumplido.

-No llega a una semana. Como no quieres quedar conmigo más a menudo, no has podido verla hasta hoy.-En varias ocasiones Irene había rechazado algunas invitaciones del madrileño. 

-Más vale tarde que nunca. ¿Qué? ¿Entramos?

-Vamos para adentro.-Pedro se acompañó con un exagerado gesto de su mano derecha, y una pequeña inclinación de la cabeza.

         El Monterrey, como era habitual, estaba atestado de ejecutivos y de señoras que se dirigían o acababan de salir del Corte Inglés. Todos ellos con la humeante taza entre las manos. Todos ellos  dispuestos a pagar una pequeña fortuna por un par de deliciosos tragos de café. 

-Podemos sentarnos allí al fondo. ¿Te parece? -propuso mientras señalaba el rincón más alejado de la entrada.

         La mesa del fondo estaba libre. Irene se sentó mientras Pedro se acercó a la barra a pedir un par de cortados que no tardaron en servirle. Volvió a la mesa con ellos y se sentó frente a ella. 
     
-¿Cómo va todo? -preguntó con una sonrisa.

-Podría ir mejor. Mi marido no quiere el divorcio. Y tampoco quiere marcharse de casa.   Seguimos durmiendo en habitaciones separadas y casi no coincidimos, pero vivir así es un infierno. Creo que voy a ir a casa de alguna amiga. Sin embargo no es tan fácil. Todas están casadas. Unos días podría estar, pero no más. -Lo dijo sin interrupciones, sin descanso, de un tirón.

-No sé por qué tiene que ser todo tan complicado. ¿Qué quiere tu marido? ¿Guardar las apariencias?  ¿Qué razones te da?

-No me da ninguna porque yo tampoco se las pido. No hablamos. Si nos cruzamos por la casa apenas nos miramos.

-¿Y vuestro hijo?

-El poco rato que está en casa durante los fines de semana lo pasa encerrado en su cuarto, ajeno a cuanto sucede a su alrededor. Estoy pensando que lo mejor que podríamos hacer con él es mandarlo a algún otro centro interno, más lejos de Bilbao. Somos incapaces de disfrutar de nuestra compañía, ni él de la nuestra, de la mía en particular, ni yo de la suya. Verle me pone nerviosa: no soporto verle dejar pasar el tiempo encerrado en su cuarto, jugando con la consola, aferrado a su móvil última generación. No estudia. Simplemente acude al colegio porque no le queda otro remedio. Por lo menos, parece que este año no está generando problemas. Ya sabes, está matriculado en un centro de internos en Cantabria. Cursa tercero, por edad, porque no se puede repetir segundo dos veces. Prácticamente no nos hablamos. Con su padre sí, quedan a comer juntos. Le visita una vez por semana. Le da dinero, mucho. Todo cuanto le pide. Lo tiene comprado. Yo, en cambio, quiero mantener el papel de madre responsable y seria y lo estoy perdiendo. Mejor dicho, lo he perdido. En un par de ocasiones he entrado en su cuarto suplicándole unos minutos de atención, pero se ha negado a escucharme. Me ha echado, literalmente, de su cuarto. Me culpa del desastre familiar, me compara con su padre, y siempre salgo perdiendo. Dice que al menos su padre gana pelas. Yo en cambio sólo me limito a chupar de la piragua. Horrible. No sé si se le pasará, si algún día en el futuro será capaz de entender lo sucedido. Si algún día querrá atenderme y hará un esfuerzo por entender que mi vida conyugal y familiar ha sido durante los últimos años, y lo sigue siendo ahora, un auténtico infierno. 

         Los hermosos ojos de Irene se habían llenado de lágrimas. Pedro también empezó a sentir que sus ojos se humedecían.     

-Lo siento. Es todo lo que se me ocurre decirte, -lo dijo mientras le cogía su mano izquierda con su derecha. - ¿Qué tienes pensado hacer?

-No tengo nada pensado.

- Ya sabes que si necesitas cama, yo puedo ofrecerte una. Pero no creo que sea una buena idea. ¿Por qué no alquilas un piso? Dinero no te falta. Eres de familia pudiente. Tener dinero ahorrado no sirve de mucho.

-Nunca me he visto en esta tesitura. Siempre he sido una persona dependiente. Siempre he tenido a mi lado a alguien que me organizara, que me dijera cuál era el siguiente paso a dar. De joven mis amigas. Luego, una vez casada, mi marido. Y yo me he dejado llevar. Y mira a dónde he llegado.

-No será para tanto, -Pedro quería cambiar el tono del encuentro. 

-Es para tanto y para más. Yo me he limitado a decir sí si el plan que me ofrecían me apetecía y no en caso contrario. Nunca he ofrecido un plan a nadie. He sido muy cómoda, demasiado. Siempre he tenido quien organizara planes para mi. Si me gustaban, bien. Si no, lo decía abiertamente. Este ha sido uno de los motivos más habituales de discusión con mi marido, incluso en la época en la que nuestra relación marchaba estupendamente.- Hizo una pausa que aprovechó para adecentar el rimel de sus ojos y dar un sorbo a su taza de café. – Nunca he entendido esa necesidad de tener todo planeado. Yo soy feliz frente al televisor, con una mantita encima y poco más. Me gusta estar, sin pensar demasiado. Dejarme llevar. 

-En eso yo me parezco más a tu marido. –Pedro intentó de nuevo dar un giro de ciento ochenta grados al rumbo de la conversación. Nada de lo que en ese momento le contaba Irene era novedoso para él. Ya se lo había contado con palabras semejantes en otros encuentros anteriores. Sin embargo, Pedro escuchaba pacientemente porque sospechaba que Irene necesitaba repetir una y otra vez su versión sobre su triste situación familiar. 

-En eso de hacer planes quizás, pero en otras muchas cosas, afortunadamente para ti, sois muy distintos. Eso espero, por tu bien. Mi marido deja escapar las semanas sin mostrar la más diminuta muestra de cariño. Pueden pasar muchos días sin que hablemos de ningún tema realmente importante. Lo que hace con nuestro hijo es un fiel reflejo de esa actitud. Él deja que las cosas transcurran, aunque se encaminen hacia destinos irreparables. Esconde los problemas con unos cuantos euros, o en mi caso, lo hacía invitándome a cenar a un restaurante caro. Nunca afronta los conflictos. 

-Nos estamos poniendo muy tristes.

-¿Sabes lo que te digo? –preguntó Irene tras una breve pausa y con una luminosa sonrisa. –Creo que es mejor que salgamos a dar un paseo porque si sigo hablando de mi matrimonio, de mis pequeñas miserias matrimoniales, de mis necesidades afectivas, de todas esas cosas, vamos a acabar aquí los dos llorando como Meryl Streep en cualquiera de sus películas. Y no es plan. Necesito pasar un rato divertido, reírme un rato, ver escaparates con alguien, ir a una exposición, beber un txakoli y comerme un pincho en algún bar de Ledesma.

-Perfecto. Guardaré en mi memoria todo lo que tenía pensado decirte y una vez pague los dos cortados te llevaré del brazo Gran Vía arriba a degustar todos los escaparates que se nos presenten. A continuación te invitaré a un txakoli en un bar que creo que no conoces y yo si, donde vas a encontrarte frente a unos pinchos deliciosos y donde sirven un txakoli bastante aceptable, dado el nivel del que se sirve en Bilbao, infinitamente inferior al de los que sirven en la vecina Donosti. Más tarde, si quieres, tomaremos un segundo txakoli en el Antomar, lugar que conoces de sobra y, si así lo quieres, a eso de las dos del mediodía te invito a comer un menú en algún restaurante de la zona. ¿Qué te parece?

-Perfecto, -contestó ella con una animada sonrisa.- Me gusta lo bien que haces los planes. Me resulta imposible negarme. Pero, ya ves, yo no podría hacer nada semejante. Primero escaparates, luego, vete tú a saber. Sólo puedo pensar en lo inmediato. Sin embargo me parece maravilloso que exista gente capaz de planear toda una mañana, que sepa a qué bares podemos ir y hasta lo que podemos comer en ese restaurante.

-No es una gran cosa, -dijo Pedro mientras se levantaba, –pero he comido en un par de ocasiones y la relación calidad precio está muy bien.

         Pagó Pedro en la barra de la cafetería y volvió a juntarse con Irene en la puerta del establecimiento. Un hombre mayor, delgado y perfectamente acicalado le ofreció el periódico “La Farola”. Pedro le dijo que no. Luego pusieron rumbo a la Plaza Moyua y tal como había programado caminaron del brazo deteniéndose en todos los escaparates que llamaban la atención de Irene. 

           Pasaron las horas hablando de ropas, de lecturas comunes, de algunas películas recientes y otras ya antiguas y tras dar justa cuenta al menú del Lasa, en la calle Diputación, se despidieron hasta una nueva cita. Ella había quedado con unas amigas a tomar un café a media tarde y quería pasar antes por casa. Él se había citado con Robert y Nordin en Iturribide para planear los pasos a dar en el caso del posesivo e inquietante exacompañante de la bella Arantza.

         Se despidieron en la esquina de Astarloa con la Gran Vía, frente a la pastelería Arrese, con una sonrisa y un par de besos en las mejillas.