5.
Pedro encontró a sus dos amigos en el lugar habitual, haciendo lo que habitualmente hacían cuando se juntaban un sábado a la tarde en la tienda de la calle Iturribide: beber un par de cervezas. Esta vez les encontró con una guitarra que Robert rasgaba mientras entonaba una de sus canciones habituales, cogida prestada del amplísimo repertorio que constituía la banda sonora de su vida. Nordin le acompañaba golpeando rítmicamente un cajón casero que había fabricado con unas cuantas maderas, dos cuerdas viejas de guitarra y unos cuantos tirafondos. Estaban sentados tras el mostrador de la tienda y aún no habían dado las ocho de la tarde. Hasta ahí, todo resultaba habitual. De momento ninguna sorpresa.
-¡Cómo vivís! Y eso suena bastante bien. Ahora que no hay cenas podéis ganaros unas pelas tocando juntos.
-Tenemos algo para ti, -dijo el americano con su acento gringo. –Mira.
Sobre una caja de llena de latas de un refresco de cola que Nordin solía comprar en el Lidl a un precio muy económico, había un pequeño estuche que parecía guardar algo parecido a un violín en su interior. Robert se acercó, abrió la funda y sacó una mandolina.
-¿Qué te parece? La compré hace años en Estados Unidos, junto con una pistola. Me hicieron un precio especial por las dos cosas. Ayer me acordé de que la tenía guardada en uno de los cajones de mi cuarto y como hace poco me dijiste que te gustaría aprender a tocar la guitarra, te la he traído. No es una guitarra, pero es gratis y suena bien.
-¡Pero no tengo ni idea de tocar la mandolina! –Había llegado la sorpresa. La mandolina no formaba parte del paisaje habitual de una tarde de sábado
-No hay problema. Te he traído estas hojas donde aparecen todos los acordes. Y aquí tengo un libro que habla de cómo tocar la mandolina. Está en inglés, pero creo que te arreglarás.
Pedro cogió las hojas con los acordes y el libro con las dilatadas explicaciones sobre el funcionamiento del instrumento y se sentó en un taburete.
-¿Quieres una cerveza?, -le ofreció Nordin.
-Si, por favor, -dijo mientras la mandolina entre sus manos. –O sea que esto es una mandolina. ¿Y tú crees que yo puedo aprender a tocar este aparato?
-No es un aparato, es un instrumento. Y tú tienes mucho tiempo libre para aprender a tocar la mandolina. Es tiempo y tiempo. Y ganas. –Robert parecía estar regañando a su amigo, llamándole perezoso. –Además, ahora que no tenemos que preparar cenas, podemos dedicarnos a ensayar los tres.
-¿Y los vecinos? Si se han quejado del ruido que hacías tú solo, ¿qué dirán del que podemos hacer los tres?
-No hay problema. He investigado un poco y he descubierto, descubrierto o descubierto, o ,……. ¡Malditos verbos españoles!
-Descubierto
-¡Ah! Lo que había dicho en un principio. Pues eso, que he descubierto que el vecino de arriba todavía no está en casa. Cuando he venido a las seis no había nadie. He estado tocando el timbre y no ha contestado. Y estoy vigilando su piso. Todavía no hay nadie. Así que podemos tocar un rato. Cada cuarto de hora le toco el timbre, para saber si ha llegado. Hace diez minutos lo he hecho, y nada. Tranquilo, le toco desde el contestador automático de la calle.
-Pero tal vez no conteste porque piensa que es un chaval borracho que toca timbres a su antojo -apuntó el madrileño.
-Que te digo que no hay nadie. Fíate de mí. Y si apareciera la pasma otra vez no nos pueden culpar de nada: ¡son las ocho! ¡Esto es Euskadi! No estamos en la ordenada y aburrida Francia. A las ocho de la tarde de un sábado la gente acaba de levantarse de la siesta. –A Robert le encantaban las costumbres horarias españolas, ajenas a la rigidez imperante en los países que más se acercaban al norte. –Coge la mandolina y empieza a colocar un Sol y un Do. Con esos dos acordes podemos empezar a hacer algo. Luego, con la mano derecha, rasgas las cuerdas de arriba abajo. Ya verás.
Pedro colocó los dedos en la posición de sol, tal y como venía en el dibujo. La misma posición una cuerda más arriba era Do. Luego rasgar. Sonaba, no muy limpio, pero sonaba. Con esos dos acordes, que intercambiaba siguiendo las órdenes del líder de la banda, acompañó una canción con aire country que Robert cantó maravillosamente. Por primera vez en su vida Pedro se sintió un músico. Le dolían las yemas de los dedos, poco habituadas a pisar cuerdas tan cortantes, pero aguantó estoicamente el dolor dado el placer que le producía repetir una y otra vez esos movimientos. Los dedos índice y anular de su mano izquierda cambiando de cuerdas al ritmo marcado por la cabeza del yanqui y la mano derecha rasgando las ocho cuerdas del instrumento con una consistente púa roja que sujetaba con el pulgar, el índice y el anular de la mano derecha.
Cuando Robert pensó que Pedro manejaba con suficiente soltura los dos acordes, le invitó a aprender un tercero: Re.
-El índice en el segundo traste de la cuarta cuerda y el anular en el segundo de la primera. Mira al dibujo. ¿Ves? Muy fácil. Así. Ahora con esos tres acordes podemos tocar muchas canciones. Vete practicando mientras yo voy al báter. Sol, do, sol, re, sol, do….. Así, manteniendo el ritmo. Y tú dale al cajón con un poco más de nervio. Marca bien los compases con un buen golpe en el centro. Ahí. Bueno, seguid practicando.
Robert se levantó y se perdió por un pequeño y desordenado almacén que comunicaba, a través de una puerta, con la trastienda donde dos días atrás habían celebrado su particular última cena. Encendió la luz y comprobó que todo estaba tal y como lo habían dejado el jueves. Parte del fregado estaba aún sin hacer y descansaba ordenadamente en el fregadero. Algunas copas seguían sobre las mesas y en el sofá quedaban las mantas con las que cubrieron el maltrecho cuerpo del acompañante de Arantza que, según dedujeron Nordin y Robert cuando volvieron al escenario de los hechos el viernes, se había dado a la fuga precipitadamente cuando se descubrió él solo en aquel abandonado rincón del mundo.
Fue al servicio y mientras orinaba pudo escuchar los imprecisos acordes de la mandolina y los desajustados golpes del cajón. Era necesario poner orden a tanto desconcierto.
En ese preciso instante, mientras se subía la bragueta, oyó el timbre de la puerta. Sorprendido fue a abrirla y allí se encontró con una señora mayor, octogenaria, de aspecto risueño, que se mantenía en pié gracias a una cachaba de madera que parecía ser tan vieja como su propietaria.
-¿No está el chico? –preguntó la mujer.
-¿Qué chico?
-El moro ese tan simpático.
-Si, está en la tienda. ¿Quiere hablar con él? –preguntó lo obvio.
-También puedo contártelo a ti. Tú eres su amigo, el americano que canta como los ángeles.
-Gracias. Pero no me cuesta nada avisar a Nordin.
Robert avisó a Nordin que seguía practicando la percusión mientras Pedro incansablemente pasaba del Do al Re y de este acorde al Sol sin interrupción.
-Nordin, hay una señora en la puerta que quiere hablar contigo. –En ese preciso instante el marroquí dejó de golpear su instrumento. También Pedro cesó su actividad.
-¿Quién es?
-¿Cómo quieres que lo sepa? También me conoce a mí. Ha dicho que yo soy el americano que canta como los ángeles. Yo no quiero cantar como los ángeles. ¡Quiero cantar como los negros!
-No todos los negros cantan bien,-apuntó Pedro.
-No conozco a uno que lo haga mal. Llevan el alma en la garganta.
-Quedaros a cuidar la tienda. Ahora vuelvo, -Nordin ya se había perdido por las estrechas y desordenadas pequeñas estancias que conducían a la trastienda.
Halló a la mujer sentada en una de las sillas que se encontraban en torno a una de las mesas que aún mostraba algunos restos de la fiesta del pasado jueves.
-Espero que no te importe que haya entrado en casa. Es que a mi edad es muy cansado quedarse de pié ahí fuera. Y tu amigo el americano canta muy bien, pero no me ha parecido nada educado.
-Si, eso es cierto. Es muy poco delicado, -confirmó Nordin.
-He venido a contarte unas cosillas que he escuchado hoy en la frutería sobre el vecino que vive arriba, el que llamó a la policía el jueves para que os echaran a todos a la calle.
-¿Y cómo lo sabe usted?
-Es muy sencillo. Lleváis haciendo estas fiestas todas las semanas desde hace casi un año, y hasta ahora nadie se ha quejado. El de arriba llegó hace quince días y de repente alguien os denuncia. No hay que ser un experimentado inspector de policía para sacar la misma deducción, ¿no?
-Visto así es de una lógica apabullante.
-Tú no sabes nada de esas cosas. Vas a lo tuyo y haces bien. De aquí para allá, con tu tienda, tus fiestas y tus amigos. Por cierto, ¡qué bien canta tu amigo el calvo alto!
-Sí. Él ya lo sabe. No hay que decírselo demasiadas veces porque si no se vuelve un engreído insoportable.
-Pues no se lo diré más, porque además es un mal educado. ¡Dejarme en la puerta!
-Y, cuénteme. ¿Qué ha averiguado del nuevo vecino ese?
-Ha sido hoy en la frutería. Salgo poco a la calle, pero el rato que estoy fuera lo aprovecho bien. A mi me gustan mucho vuestras fiestas. Dan alegría. En una casa donde todos somos tan mayores un poco de música, de jolgorio, de risas viene muy bien. A mí me dan vida. Y un poco de envidia también.
-Le invito a la próxima fiesta que hagamos. Si es que podemos hacerla.
-Bueno, está bien. Pero no he venido a que me invites, aunque te lo agradezco. He venido a contarte lo que he oído porque me caes muy bien. No me importa que seas moro, o marroquí, como se dice ahora. Yo no tengo problemas con la gente que ha venido a trabajar. Nunca me habéis hecho nada malo. Y tú si eres trabajador, porque te he visto yo todos estos años.
-Muchas gracias.
-Pues dicen que el vecino ese, el de arriba, es policía. Que trabaja en la policía municipal. Que le han visto alguna vez paseando con un perro de esos por la calle. Es uno de esos, de buena planta, que camina con uno de esos chuchos que dan miedo, tan grandes que son.
-Eso explica que llegara la pareja de munipas tan pronto.
-Tiene hilo directo. Es uno de ellos. –La octogenaria mujer hizo una pausa.- ¿No vas a ofrecerme un cafecito?
-Por supuesto, disculpe. Voy a acabar siendo tan maleducado como mi amigo americano. –Se excusó Nordin mientras se dirigía al rincón del habitáculo donde se encontraba la vieja cocina de gas.
Preparó la cafetera mientras la vecina seguía contando, a pinceladas, lo que sabía del nuevo habitante del piso superior.
-Han dicho que se ha separado hace poco, que la mujer le ha echado de casa. Debe de ser un mujeriego. Y claro, la mujer tonta no es, y le ha puesto de patitas en la calle. ¡Bien hecho! ¿A follar por ahí y a comer en casa? Eso no. La verdad es que él es un hombre guapo, pero por muy guapo que seas hay que seguir unas normas. Si estás casado y con hijos, tienes que cumplir en casa. Porque tiene un hijo, o una hija, eso no lo sé bien. No debe de tener más de diez años. ¡Pobre criatura!
En ese momento apareció Pedro en la trastienda.
-¿Sigues con la señora esa? –preguntó antes de obtener la respuesta a su pregunta al verla allí, formalmente sentada en una de las sillas. -¡Disculpe! No la había visto.
-Tú debes ser el madrileño ese que se ha jubilado. ¿Es así?
-Así es. ¿Y cómo lo sabe?
-A mi edad y en mis condiciones físicas, con estas piernas que a duras penas me sostienen, no se tiene más distracción que la de observar la vida de los demás. Y luego compartimos la información las que estamos en las mismas condiciones. Ya se lo he dicho a tu amigo. Todos los días bajo a la calle, compro el pan, algo de fruta y aquello que necesite para comer un poco, y me entero de muchas cosas. Y cuento lo que sé. Porque si tú no das no recibes. Es como en el amor. Hay que ser generoso para que te quieran un poco. –La mujer hablaba fluidamente, sin abandonar su sonrisa, acogedora y bonachona. –Y además todos los días a las cinco vienen unas amigas a tomar un café a casa. Tienen las piernas un poco mejor y mi café es muy bueno. No sé cómo será el de tu amigo marroquí, pero a juzgar por lo que está tardando, va a ser por lo menos tan bueno como el mío.
-Ya llega señora. En un periquete estoy con su café. ¿Quieres tú otro? –preguntó a Pedro.
-No. A estas horas no puedo tomar un café. No dormiría en toda la noche.
-A mi ya nada me quita el sueño. Duermo poco tiempo, pero el que duermo lo duermo de un tirón, profundamente.
-Pues eso es una suerte. Es rara la noche en la que no me despierte al menos en un par de ocasiones, -anotó Pedro.
-¿Y qué más sabe del vecino que nos denunció? –inquirió Nordin mientras aguardaba frente a la cafetera.
-Yo solamente le he visto cuando pasa por delante de mi puerta, al subir o bajar. Siento algún ruido y corro, con estas piernas que se arrastran, a la mirilla, para ver si descubro algo nuevo. Una vez le vi subir con una mujer, más joven que él, que no paraba de reírse. Estaría drogada o borracha perdida. Él le mandaba callar, pero a la chica le resultaba imposible dejar de reírse. –La señora calló un momento para dar un primer sorbo a su taza de café.
En ese instante llegó Robert caminando con grandes zancadas y con aire de pocos amigos.
-¿Qué coño estáis haciendo los dos aquí?
-Están hablando conmigo. ¿Le parece a usted mal? –preguntó retadora sosteniendo la taza en alto con los dedos de su mano derecha.
-No. No sé. –Robert se quedó cortado frente a la contundente pregunta de la señora. Luego continuó. -Lo que me parece mal es que en este rato, largo, que lleva Nordin hablando con usted hayan entrado en la tienda más chavalería que en toda la semana. Y yo no me sé los precios. He tenido que inventar. No sé si he cobrado de más o de menos.
-Yo también los invento. ¿Qué crees, que me sé los precios de cada gominola? El buen comerciante debe saber por el aspecto del cliente el precio de lo que le va a vender. –Nordin se divertía mucho viendo a Robert enojado por asuntos sin importancia como ese.
-Pues yo no debo ser un buen comerciante, porque no tengo ni idea de lo que debo cobrarles.
La mujer asistía carialegre a la discusión entre los dos amigos mientras seguía bebiendo a pequeños sorbos el café que Nordin le había preparado.
-¿Qué le parece este café? ¿Es mucho mejor el que usted prepara a sus amigas? Tal vez una tarde de esta semana me apunte yo también, para probar esa maravilla.
-Harás bien, aunque a lo mejor te aburres con tanta vieja. La gente joven es más divertida.
-Me ha contado esta señora,…… -Nordin se interrumpió para preguntar por su nombre. - Perdone, todavía no sé su nombre. Yo soy Nordin, éste ser iracundo es Robert y él es Pedro, el más cuerdo y cauto de los tres. –A Robert no pareció disgustarle el calificativo con el que le había designado su amigo. Así que tras una pausa exigua, Nordin volvió a dirigirse cortesmente a la anciana. -¿Cuál es su nombre?
-Herminia. Me llamo igual que mi difunta madre, que mi abuela y que mi bisabuela. Mi hija también se llama Heminia. La mayor, claro, que tengo dos. Es una tradición familiar. A mi hija no le gusta el nombre. Dice que es antiguo, que suena a señora mayor. Le llaman Hermi, queda más juvenil, según ella. ¡Tonterías!
-Bueno, pues eso. Herminia me ha contado que el que nos denunció el pasado jueves fue el vecino de arriba, que es nuevo en la escalera y que además es madero, munipa, colega de los que se presentaron aquí a la noche. Herminia es la vecina de la que os hablé el otro día.
-Encantado, señora, y perdone mis modales. Soy un poco brusco. –Robert se ponía nervioso fácilmente, pero sabía excusarse. A continuación se acordó del nuevo vecino a quien dedicó un par de sonoras palabras. -¡Maldito cabrón!
-Si, es un cabrón. Sin duda. Pero ahora, gracias a Herminia, sabemos más cosas. –Dijo Nordin a sabiendas de que esta información iba a gustar mucho al americano. –Le gustan las mujeres tanto como a ti y suele invitar a sus amiguitas al piso de arriba.
-Yo sólo he dicho que le vi una vez acompañado de una chavalita de buen ver pero borracha como una cuba, -intervino Herminia.
-Pero seguramente lo haya hecho más veces sin que usted le haya visto. Y si no lo ha hecho lo hará. Seguramente, y eso sí creo que lo ha dicho usted, su mujer le puso de patitas en la calle por su afición, -apuntó Nordin.
-Eso si. Lo pensamos todas.
-¿Quiénes son todas? –preguntó Robert.
-Mis amigas y yo. Y de estas cosas de la vida sabemos mucho. Todas somos viudas y todas hemos tenido que aguantar muchas cosas a nuestros maridos. Eran otros tiempos. Aguantábamos demasiado. El divorcio estaba prohibido, y mal visto. No voy a decir nada malo de mi marido, que en paz descanse y que además era un buen hombre, pero puedo dar fe de que muchas de mis amigas hubieran mandado a sus respectivos maridos a la mierda si ello hubiese sido posible cuando éramos más jóvenes. Afortunadamente la naturaleza es sabia y se lleva antes a los hombres, para que las mujeres podamos disfrutar de nuestros últimos años de vida con la tranquilidad que nos merecemos.
-Es usted una filósofa, -bromeó Nordin.
-Lo soy, todo el mundo lo es a esta edad, cuando te queda poco tiempo para vivir y mucho para reflexionar, sobre lo que has hecho y has dejado de hacer. Es una pena que no podamos volver a empezar de nuevo con todo lo aprendido, con todo lo que sabemos cuando somos mayores. Pero así es la vida. –Hizo una pausa. –Y ahora, si me ayudáis un poco, me levanto y me voy. He venido a contaros lo que sabía porque tú me caes muy bien, -repitió señalando a Nordin. –Este otro no tanto, por muy bien que cante.
Le ayudaron solícitos y le acompañaron hasta la puerta.
-¿Quiere que le acompañe hasta su casa?, -preguntó Pedro.
-No majo. Ya me arreglo yo.
-Muchas gracias Herminia, -dijo Nordin desde el quicio de la puerta. –Ya sabe, para lo que quiera aquí nos tiene.
-Gracias majo.
Herminia se fue y los tres amigos volvieron a la tienda, donde encontraron a un par de chavalitas que pacientemente esperaban ser atendidas.
Nordin y Robert se disputaron el honor de servir a las jóvenes mientras Pedro tomaba asiento en la misma banqueta en la que había estado sentado hasta la irrupción de Herminia en la trastienda. Cuando se fueron las guapas clientas empezaron a maquinar venganzas imposibles, propias de las novelas del hampa. Y también bebieron un par de cervezas más, tras las cuales Pedro se fue formalmente a su casa.