-¡Gracias para venir!
En el mismo instante en el que Robert se despedía maltratando el castellano con su habitual frase de despedida, tras haber dado su breve pero intenso concierto de los jueves, una vez terminada la cena, mientras los agradecidos comensales degustaban los combinados que les preparaba Nordin, llegó la policía municipal al local clandestino de Iturribide. Fueron dos potentes golpes en la puerta y un escueto pero eficaz “¡abran, policía!”. El silencio se impuso en la sala. Las risas cesaron y durante un instante las catorce personas allí presentes quedaron paralizadas, como si les hubiese atravesado un rayo futurista disparado por un alienígena con ánimo de venganza. Nordin rompió el silencio con unas palabras que no consiguieron tranquilizar a nadielos jueves llena esto de amigos. ¿Es así? – El agente utilizó el más indefinido de los pronombres para designar al trastero de Nordin.
-Casi todos los jueves.-Nordin se arrascaba la parte trasera de su oreja derecha mientras respondía formalmente al guardia.
-¿Y siempre amigos diferentes, gente nueva? -El tono de voz invariable.
-No siempre. En ocasiones, a menudo, vuelven amigos que ya han estado en semanas anteriores. -Nosdín seguía buscando tesoros escondidos en su oreja, ayudándose del índice de su mano derecha. Era un gesto que repetía cuando debía participar en conversaciones que le disgustaban.
-¿Y el concierto?- Esta vez le tocó el turno al más joven de los policías que hasta el momento no había abierto la boca. Era un robusto joven que parecía haber traspasado recientemente la barrera de los treinta. Tenía una espalda ancha, cultivada en un gimnasio, conseguida gracias a muchas horas de ejercicio repetitivo y aburrido con las máquinas y con las pesas.
-¿Se refiere a las canciones que interpreta mi buen amigo Robert?- A estas alturas de la conversación Nordin había abandonado su oreja y había guardado sus manos en los correspondientes bolsillos traseros de su pantalón vaquero. Otro gesto suyo muy característico.
-Me refiero a los cantos que se oyen en todo el vecindario hasta altas horas de la noche. –Volvió a tomar la voz cantante el que llevaba el mando de la pareja.
-Nunca ha cantado más allá de las once. –Volvió a acercarse a la verdad.
-No nos han comunicado eso, -insistió obcecado.
-No sé lo que les habrán comunicado, ni quién lo ha hecho. Solamente puedo asegurarles que hemos sido muy estrictos con la hora, sabedores de las molestias que podríamos haber ocasionado y de las consecuencias que podríamos haber sufrido.-Nordin cambió el tono de su voz, hasta ese momento tranquilo y relajado, un poco más altivo y tajante en su última intervención.
-Bueno, no voy a discutir con usted. Le traigo una orden del Ayuntamiento pidiéndole que se presente en las oficinas de la comisaría de Miribilla mañana mismo, a partir de las nueve. Aquí la tiene.
Nordin recogió de manos del imperturbable policía un sobre alargado que no parecía esconder nada bueno. Cerró la puerta, se giró, y se enfrentó a las asustadas miradas de los comensales que se habían visto interrumpidos por la inesperada aparición de los agentes de la ley.
-Será mejor que nos marchemos, -dijo uno de los habituales.
-Creo que antes debiéramos de hacer un brindis para agradecer la organización de estas espléndidas cenas y sus posteriores veladas a nuestros anfitriones, -propuso otro de los parroquianos. Alzó su vaso repleto de un generoso gin-tonic, se puso en pie e invitando al resto de los presentes a imitarle siguió su intervención, -Por Nordin y por Robert. Y porque los maderos no impidan que estos encuentros sigan adelante.
Todos se pusieron en pie, a excepción de un elegante hombre joven que estaba incapacitado por la excesiva ingesta de alcoholes variados. Posiblemente no se había enterado de lo sucedido. Su pareja, una joven y hermosa muchacha de larga melena castaña clara, le intentó levantar tirando de la solapa de su chaqueta, pero le resultó imposible. El resto de comensales siguió las consignas dadas. Fue un momento solemne y triste.
Terminado el brindis comenzó la despedida. Todos los que salieron del establecimiento pagaron religiosamente los treinta euros de la cena y uno a uno abrazaron emotivamente a Nordin y a Robert. Cinco minutos más tarde tan sólo quedaban en la escondida trastienda los dos organizadores, el joven indispuesto, su chica y Pedro.
-Esto pinta mal, -dijo este último. –No me gusta ser cenizo, pero si hay denuncia de por medio, me parece que vais a tener que posponer las cenas unas cuantas semanitas.
-Pues yo necesito el dinero. Con lo de la tienda no saco nada. Este pequeño ingreso mensual me resulta imprescindible para vivir. ¡Y yo que pensaba organizar alguna velada extra ahora que llega la Navidad! –Nordin abandonó su habitual sonrisa. Estaba contrariado. Enfadado incluso. Su mirada reflejaba el disgusto que le había provocado la inesperada visita de la pareja de guardias.
-Quizás no sea nada importante. Lo que pasa es que estos policías bilbaínos impresionan. ¿Se dice así, impresionan? –intervino el americano.
-Se dice, -ratificó el madrileño.
Mientras tanto el comensal afectado por la ingesta de alcoholes diversos se había quedado dormido en el sofá que ocupaba uno de los rincones del establecimiento. Su pareja seguía atentamente la conversación mantenida por los tres amigos, sentada en una de las sillas más próximas al lecho donde yacía su acompañante. Al de un rato, aburrida de escuchar los mismos comentarios y de observar el lamentable estado de quien la había invitado a la cena, se levantó de su asiento e hizo una propuesta que el cabizbajo trío de amigos no quiso rechazar.
-Os invito a un trago. Éste puede quedarse durmiendo la mona ahí mismo. ¿Puede quedarse? -preguntó dirigiéndose a Nordin.
-Sin problemas, pero ¿vas a dejarle ahí sin decirle nada? –la propuesta pareció animar momentáneamente al marroquí.
-Es solamente un compañero de trabajo. Es la primera vez que salgo con él. Y en el curro llevamos juntos un par de semanas. Es un chaval majo, pero no tengo ningún compromiso. Si necesita dormir, que duerma. No voy a perder una noche haciéndole compañía o llevándole a su casa. Por cierto, no sé dónde vive. ¿Le conocéis?
-De vista. Yo creo que ha venido a cenar en otro par de ocasiones, -contestó Nordin. –Me parece que hace dos o tres semanas vino con esa cuadrilla de periodistas amigos de Mikel. Pero no sé ni cómo se llama ni dónde vive ni cómo se gana la vida.
-A mi también me suena, -confirmó Pedro. –Creo que tienes razón. Hace poco vino con los periodistas esos.
A Robert la propuesta de la chica le liberó de su abatimiento. Era una mujer joven, sabedora de sus encantos y del efecto que éstos provocaban en los hombres. Frente a ella tenía a un trío de viejos que no le resultaban muy atractivos, pero a nadie le disgusta dejarse acompañar un tiempo por un pequeño grupo de admiradores incapaces de desatender los caprichos de una diosa de la belleza como ella. Era guapa. Y más a los ojos de esos tres cincuentones que aún conservaban el buen gusto y la energía suficiente como para dejarse guiar por la noche bilbaína de los jueves.
Sin dilación pusieron rumbo a la calle. Como cualquier otro jueves del curso escolar, la calle Iturribide estaba atestada de universitarios distribuidos en grupos que compartían botellas y cachis, cigarros y porros, sentados sobre las baldosas del suelo, ajenos al frío que el mes de Diciembre había traído poco antes de la llegada del invierno. Nordin, Robert, Pedro y la chica se abrigaron nada más salir. Todos llevaban unas gruesas chaquetas encima.
Nordin propuso echar el trago en el “K 2”, un amplio establecimiento situado en el corazón de la calle Somera. Siempre cerraba tarde y siempre estaba lleno de gente variopinta dispuesta a dejarse unos euros en aquel local que todavía no había sufrido las consecuencias de la crisis económica que asolaba el país.
-¿Qué es lo que queréis beber? –preguntó la joven.
-Yo un cubata de ron Pampero, bien cargado, -pidió el americano.
-Yo una cerveza, cualquiera, me es igual, -dijo Nordin.
-Yo una Voll-Damm, -respondió finalmente Pedro.
La chica se acercó a la solicitada barra del bar y enseguida consiguió llamar la atención de uno de los camareros que con presteza acudió a su llamada. En ese momento sintió la presencia de Robert a su derecha.
-Déjame que te ayude, -se brindó el americano haciendo uso de la más embaucadora de sus sonrisas.
-Gracias, -respondió ella divertida.
Poco después los cuatro salieron de nuevo a la concurrida calle, armados con sus bebidas
-Todavía no me he presentado. Me llamo Arantza y estoy encantada de haberos conocido esta noche. Me ha gustado mucho la cena, cómo cantas y me daría mucha pena que la policía os cerrara el chiringuito. –Hizo una pausa y dio un trago largo a su gin-tonic. -Supongo que una de las razones por las que se ha presentado la pasma será porque no tenéis permiso para organizar cenas en la trastienda de un pequeño comercio. ¿Es así?
-Así es, –contestó el marroquí. –No tenemos ningún permiso legal, pero ellos no pueden demostrar que nuestros invitados nos pagan treinta euros por cabeza.
-Por cierto, yo no he pagado. Mi acompañante ….
-Ya está cobrado, -interrumpió Robert. –Antes de irnos le he cogido sesenta euros de la cartera. Por si acaso. Es lo justo, ¿no? Incluso podíamos haberle cobrado la pernocta. ¿Se dice pernocta?
-Hablas casi correctamente el castellano, -bromeó Arantza. –Quizás el único problema que veo es tu deficiente pronunciación. Sin embargo, oírte hablar con ese acento es muy divertido.
Robert se contuvo. No le gustó el comentario de la chica, pero precisamente por eso, porque se lo hizo una chica, se contuvo. Incluso al cabo de unos segundos lo interpretó como un piropo. Lo que le molestó fue el calificativo “deficiente”. Esa palabra sonaba a algo muy distinto y muy despectivo. Deficientes eran los tontos. Afortunadamente Arantza había terminado su intervención con otra palabra que empezaba por “d”: divertido. Era el calificativo que en más ocasiones había escuchado en boca de sus numerosas novias vascas cuando se referían a él. Y le encantaba. Las chicas no se aburrían con él. Sabedor de que la belleza no era uno de sus atributos, Robert se esforzaba por ser gracioso, y lo conseguía fácilmente. Su mala pronunciación, además, servía para hacer más jocosas sus intervenciones.
-¿Le has cogido la cartera al tipo ese? –preguntó Pedro que no terminaba de acostumbrarse a las conductas un tanto inhabituales de su amigo americano.
-Es justo. Cenas, pagas. Cenas y te emborrachas, me cobro. ¿No es así?
-Me parece estupendo, -le respondió Arantza. –No va a echar en falta los sesenta euros. Está forrado. Por lo poco que sé de él, saca un sueldo estupendo todos los meses. Trabaja en mi oficina y os puedo asegurar que el sueldo es muy generoso. Más aún teniendo en cuenta los tiempos que corren. De momento a nosotros no nos han aplicado reducción alguna. La empresa funciona a las mil maravillas. La factura de electricidad sigue subiendo y la luz no puede dejarse de consumir. Iberdrola marcha bien.
-¿Trabajas en la torre? –preguntó Pedro.
-En uno de los pisos más altos. Es un lujo. Tengo unas vistas impresionantes. Llevo solamente un par de semanas trabajando en ese departamento. Antes lo hacía en otra oficina, pero me han ascendido y me han llevado a esa planta. Y en mi nuevo destino laboral he conocido a quien duerme profundamente en el sofá de vuestro restaurante clandestino. El tipo no se cortó un duro. Desde que me vio llegar a la sección me ha estado echando los tejos. Este martes me preguntó a ver si quería acompañarle a una cena multicultural con música en vivo, que me invitaba. Me habló del sitio, del tipo de gente que acudía, de vosotros. Y la idea me resultó muy atractiva. Tal vez él se hiciera ilusiones cuando accedí, pero aunque tengo que reconocer que feo no es, no es mi tipo.
-¿Puedo ser yo tu tipo? –preguntó Robert dibujando una amplia sonrisa y exagerando el tono de su pregunta mientras miraba directamente a la chica, abriendo sus ojos saltones y gesticulando con sus largas manos.
-Cualquiera de vosotros podría ser mi tipo. Lástima que no hayamos coincidido antes. O más tarde, cuando yo cumpla los cincuenta.
-¿Cómo sabes que tenemos cincuenta? –Nordin siguió con la broma.
-Lo he dicho por decir, al azar. En realidad ninguno aparentáis la edad que tenéis.
La conversación siguió por esos derroteros durante un buen rato. La chica parecía divertirse y los tres cincuentones estaban encantados con la compañía. Arantza era guapa y divertida. Y para más INRI les había invitado. ¿Qué más podía pedirse? Quizás lo que en esos momentos pasaba por la cabeza de Robert, pero era demasiado. Arantza no se acostaría esa noche con ninguno de ellos. Estaba muy lúcida y no parecía estar necesitada ni de sexo ni de cariños. Simplemente de compañía.
Al terminar las consumiciones decidieron tomar un segundo trago en otro antiguo local, situado en la cercana calle Ronda: el “Lazai”. Esta vez invitaba Pedro. Y esta vez hablaron largo y tendido de cómo se habían conocido los tres amigos. Arantza lo preguntó y obtuvo respuesta, una larga respuesta que repasó la llegada de cada uno de ellos por separado a Bilbao. El encuentro entre el americano y el marroquí. La incorporación del madrileño y la puesta en marcha de las cenas de los jueves, una fuente de ingresos que iba a ser cortada durante algunas semanas y que resultaba fundamental para las precarias economías de Robert y Nordin.
-¿Y tú?
La pregunta de Pedro abrió el grifo. Arantza comenzó a contar su vida, centrándose fundamentalmente en los últimos tiempos. Había estado saliendo durante varios meses con un chico al que conoció una noche de marcha en una discoteca de la ciudad y con el que había cortado hacía escasamente unas semanas. Arantza fue perdiendo poco a poco su humor mientras se adentraba en la historia de su tortuosa relación con Adrián.
-Nos conocimos en una fiesta tecno en la Fever. ¿Conocéis el sitio? –Tras comprobar que ninguno de sus acompañantes conocía el lugar, siguió con su narración. –Lo típico. Él estaba un poco pasado, y yo también. En esos sitios se toman demasiadas cosas, y todas juntas. No sé quién se acercó a quién, pero hubo mucha química. Toda la que llevábamos a cuestas. Era, y es, un tipo guapo, alto y mazado. Uno de esos de gimnasio. Fue una primera noche para recordar. Fue un viernes. Ese mismo sábado quedamos de nuevo y todo volvió a ser maravilloso. Esa vez el encuentro resultó más tranquilo, menos eléctrico, menos fogoso. Dormimos juntos y pasamos el domingo sin salir prácticamente de la cama.
-¡Qué envidia! Yo ya no puedo, aunque quisiera y quien conmigo estuviera fuera alguien tan maravilloso como tú. ¡Bendita juventud! –Mostró su admiración Nordin.
-Por si sirve de algo yo quiero dejar bien claro que yo si puedo, -comunicó fanfarrón el americano. -¿Y tú, Pedro?
-Creo que ya sabéis la respuesta. Dejarle seguir a Arantza con su historia. Es bastante más interesante que vuestros comentarios de decrépitos cincuentones.
-No sé qué significa decrépito, pero no me gusta cómo suena. –Continuó Robert la conversación. –Yo no soy decrépito. Eso lo serás tú. ¿Crees que soy decrépito? –Preguntó dirigiéndose a la chica que respondió con una fugaz sonrisa.
-¿Queréis que os cuente algo más sobre Adrián? –Y tras recibir el asentimiento de sus acompañantes, prosiguió. –Pues lo que os contaba. El primer fin de semana fue fantástico. Pensé que me había enamorado. Vive en Algorta, en un piso cerca del puerto viejo. Su familia es de pelas y él saca un sueldazo trabajando de interiorista en una empresa que tiene a medias con un socio. Sobretodo reciben encargos en la zona de Getxo, de gente de muchas pelas. Allí no ha llegado la crisis.
-¡Vamos! ¡Que estáis todos forrados, no como nosotros! ¡Qué injusto es el mundo! ¿Verdad Nordin? –intervino Robert que parecía aburrirse con la larga historia de la relación entre Arantza y su último novio.
-Déjale terminar, -ordenó el marroquí al americano.
-Los dos primeros meses disfruté mucho. Hubo mucho sexo, unas cenas fantásticas, champagne, algunos viajes a ciudades vecinas. Fines de semana a tope. –El segundo gin-tonic estaba animando a la entusiasta narradora que disfrutaba observando a su atento público.- Durante los días de labor no podía dejar de pensar en lo que habíamos hecho el finde anterior y en lo que íbamos a hacer el próximo. Hasta que la relación empezó a convertirse en algo demasiado absorbente, casi enfermizo. Él quería más y más, y yo deseaba vivir con un poco más de tranquilidad. Y empezaron las discusiones. Fue algo inesperado, porque el cambio fue muy rápido. Empecé a tener algo de miedo y volví a quedar con mis amigos y a verme menos con Adrián. Eso le enfadó mucho. Me decía que no lo entendía. Nuestros últimos encuentros terminaron en gritos y amenazas. Yo había estado enamorada de él. Poco tiempo, pero intenso. Creo que él nunca estuvo enamorado de mí. Le gustaba estar conmigo, pero por el sexo y para enseñarme por ahí. Estoy de muy buen ver, eso ya lo sé. Y creo que le molestaba que alguien se negara a estar con él, que alguien le arrebatara su juguetito. Que alguien le dijera que bastaba antes de que lo dijera él. Que fuese él el abandonado. Él era el sujeto, siempre lo había sido. No estaba acostumbrado a convertirse en sujeto paciente.
-Eso último no lo entiendo muy bien, -reconoció Robert su desconocimiento de la gramática.
-Yo tampoco lo he entendido muy bien, pero creo que en líneas generales está claro: nunca nadie le había dicho que no al niño de papá ese, -explicó rápidamente Nordin.
-Se lo dije una tarde de viernes. Todo empezó un viernes, y todo acabó un viernes. Bueno, no sé si puedo decir que todo terminó un viernes, porque todavía la historia de Adrián no se ha acabado. Ese viernes, hace unas cuantas semanas, le dije que por favor no me llamara más, que no quería volver a verle en una temporada. Se lo tomó muy mal. Siguió llamándome y yo no le contestaba. Vino a casa, y yo no le abría. Me dejaba recados en el contestador, mensajes. A veces me pedía perdón y a veces me dejaba muy clarito que a él no le dejaba nadie. Lleva así desde que se lo dije. Hoy mismo me ha enviado varios mensajes parecidos. Y empiezo a tener un poco miedo. No me apetece estar en casa por si aparece. Se lo he comentado a algunos amigos y me han dicho que le denuncie, pero todos sabemos que no puedo denunciarle por unos mensajes y unas llamadas que no contesté. Estoy atrapada. No sé qué hacer. Por no estar en casa salgo con cualquiera, como esta noche.
-Nosotros no somos cualquiera, -se quejó Robert.
-No me refería a vosotros. –Arantza dibujó esta vez una triste sonrisa. –Ojala no hubiese conocido a Adrián. Ojala desaparezca. No es que quiera que le pase nada malo, tan sólo que se vaya de aquí y que me deje en paz.
-Nosotros podemos ayudarte, -intervino de nuevo el americano a quien el rostro se le había trasformado. Se había puesto serio, de repente. Como si una idea brillante le hubiera asaltado.
-¿Cómo? –Arantza abrió sus grandes ojos verdes sorprendida por la seguridad con la que Robert había pronunciado esas palabras.
-¡Poco a poco! – Tomó la palabra el vaquero, satisfecho por el efecto que sus palabras habían generado en la chica. Tras una breve pausa continuó. -Has dicho que tienes un buen sueldo. El dinero no es un problema. Pero sabes que para nosotros, para el morito este y para mí, el dinero es un problema, y ahora que nos van a clausurar el local, más. Por varios euros te aseguro que convencemos a Adrián de que te deje en paz.
Al oír la categórica afirmación de Robert tanto Pedro como Nordin se quedaron mirándole expectantes y divertidos.
-¿Cómo vais a convencerle? ¿Partiéndole las piernas? ¿Cómo en las películas? ¿Qué sois, una banda de gansters, como en la película esa de Scorcese con De Niro y Pesci? ¿Cómo se llama esa película?
-“Uno de los nuestros”. Una buena película, -respondió Pedro.
-Pues si. Somos una especie de banda. Nosotros también somos tres. Te has olvidado de Ray Liotta. Es el peor de los tres, pero en esa película hace un trabajo impecable. La diferencia es que nosotros somos los buenos de la película. Somos unos justicieros que defendemos a los débiles frente a los abusos de los poderosos. –Robert sonrió al terminar su inesperado y ágil discurso.
-Dicho así parece que nos dedicamos a extorsionar a maleantes. –Intervino rápidamente Pedro, un hombre mucho más ligado a la legalidad que sus dos amigos. –Hace unos meses le tocamos las narices a un abogado que se las quería tocar a un amigo nuestro. No le pegamos ni le amenazamos con quitarle la vida. Solamente le sacamos unas fotos comprometidas y le chantajeamos con ellas. Sacamos un dinerito que entregamos casi íntegramente a varias ONGs, el abogado dejó en paz a nuestro amigo y ya está. Es nuestra única experiencia como gansters. Como puedes ver, escasa.
-No te quites mérito. A ese chulo le dimos su merecido, -le interrumpió el americano, que aunque tarde, se dio cuenta de que Pedro había dado demasiada información sobre las labores de extorsión llevadas a cabo meses atrás por los tres amigos. Quiso concluir su intervención cambiando de tema. - ¿Qué tal sigue su mujer?
-Dejemos tranquila a su mujer. –Pedro contestó secamente y el americano comprendió que ese no era el lugar apropiado para hablar de Irene.
-Bueno, no sé qué es lo que os proponéis. No quiero que le deis una paliza ni nada de eso. Simplemente quiero que me deje en paz.
-No te preocupes. Si estás de acuerdo en que te quitemos de encima a ese chulo prepotente y pesado lo único que nos queda por hacer es decidir nuestros honorarios. ¿Se dice honorarios? –Robert dudó sobre la exactitud y conveniencia de esta última palabra.
-Se dice. Tu nivel de castellano está llegando a una altura que da vértigo, -le tranquilizó Pedro, que había vuelto a recuperar su humor.
-Podíamos fijar una cantidad por semana, -propuso Nordin, a quien la idea de su amigo le había gustado mucho. Necesitaba romper la monotonía que guiaba su vida cotidiana, pasando infinidad de horas tras el mostrador de una tienda a la que cada vez entraba menos gente. Y necesitaba dinero.
-Prometedme que no le vais a hacer daño. Y luego, no sé lo que creéis. Tengo un buen sueldo pero no estoy forrada. No puedo pagaros mucho. –Arantza parecía arrepentirse de haberles contado la historia de su breve, intensa y mal concluida relación con Adrián.
-Te prometo que daño no le vamos a hacer. Y en cuanto al dinero, no tiene que ser mucho.-Volvió a tomar la palabra Robert mientras se acariciaba su calva con la palma de su mano derecha.- Yo creo que en un par de semanas liquidamos el asunto. Y podíamos pedirte trescientos cada semana, lo que sacábamos en cada cena de los jueves.
-No me recuerdes las cenas de los jueves. Solamente al pensar que mañana tengo que ir al ayuntamiento y que tal vez me pongan una sanción se me caen las pelotas al suelo. Tal vez pueda pagar la multa con lo que saquemos en este trabajito.
-Vienen malos tiempos, amigo. Hay que combatirlos. Al mal tiempo buena cara. ¿Lo dije bien? La oí hace poco en la tele y me gustó. Es una expresión divertida. Ahora hace mal tiempo, ¿no? Así que a alegrar la cara. Lo que saquemos de este negocio para la multa, si es que no queda más remedio que pagarla. Y si Arantza está de acuerdo en el precio empezamos mañana mismo.
Tal vez el alcohol facilitó que llegaran a un acuerdo. Arantza les prometió los trescientos euros semanales y les dio toda la información sobre Adrian que le fueron demandando sus compañeros. El acuerdo llegó con la tercera consumición de la noche, en el Mitote, otro mítico local de la noche bilbaína, menos visitado por los jóvenes en la actualidad, pero que años atrás había sido un centro de referencia en el Casco Viejo.
Abandonaron este último bar pasadas las dos de la mañana. Estaban muy fatigados. Acompañaron a Arantza a la parada de taxis cercana a la iglesia de San Antón e inmediatamente después los tres amigos se despidieron tras citarse para el día siguiente.
Pedro cogió otro taxi. Le costaba caminar derecho y su lengua no obedecía sus órdenes. En poco más de cinco minutos llegó al portal de su casa. Pagó y subió al piso donde el frío se había establecido días atrás. No había querido encender la calefacción pues le dolía pagar ingentes cantidades de dinero a empresas como Iberdrola, un auténtico vampiro que se aprovechaba de las necesidades de calor de la gente para alimentar sus arcas. Pero la temperatura del piso esa noche era inferior a la que hacía en la calle. Iberdrola había triunfado de nuevo. Tendría que empezar a utilizar la calefacción y dedicar casi doscientos euros mensuales a templar su vivienda.
Todo esto lo fue pensando mientras se desvestía lo más rápidamente posible y se ponía un llamativo pijama verde con un pantalón lleno de rayas de vivos colores. Corrió al lavabo, orinó y volvió al dormitorio. Se acostó y cayó profundamente dormido en apenas un minuto.