Hoy las incógnitas sobre cómo y cuándo pondrá ETA fin a sus días reflejan el propio empequeñecimiento de la banda: el interés que despierta es tan exiguo como el poder de coacción que representa una sigla que hace casi dos años renunció definitivamente a la violencia. La única inquietud que suscita es que el final se vuelva hiriente para las víctimas y para la decencia democrática de miles de ciudadanos. La única angustia, que el empeño por la desmemoria acabe paradójicamente condenando al olvido a los presos de ETA.
Las últimas especulaciones se refieren a la liturgia final de ETA y, en concreto, al momento del desarme. Hasta el punto de que el fetichismo de las armas parece recrear la historia convirtiendo a ETA en una especie de ejército a punto de entregarlas. La versión más inverosímil de la escena es la del rumor que ha venido anunciando que la banda etarra se dispone a entregar sus armas a, o ante, las instituciones vascas. Aunque, probablemente, ni la magnitud ni la composición de tales depósitos impresionarían a nadie; si acaso subrayarían el patetismo de un grupúsculo reducido a su mínima expresión.
Nadie les va a facilitar la salida, visto el fracaso de Aiete y el catálogo atomizado de iniciativas que recoge el plan de paz de Urkullu. Sencillamente porque nadie tiene ya necesidad de involucrarse en el desenlace final de una historia tan amortizada. La descarnada frase de que eso de los presos y demás es un problema de la izquierda abertzale no se debe solo a la cerrazón del PP. Lo cierto es que la propia izquierda abertzale institucionalizada no sabe cómo sacudirse el problema, más allá de que finja convertir a la txupinera en una Juana de Arco festiva y omnipresente durante dos semanas.
(De K. Aulestia en Vocento el domingo pasado)