El mes de diciembre está condicionado por esa cosa indescriptible, íntima, humanamente tierna de las fiestas navideñas, por todas esas estampas donde las chimeneas humean, los paisajes aparecen cubiertos por un manto de nieve, los abetos se adornan con bolas de cristal, los Reyes Magos persiguen la estela de una estrella fugaz y los niños, con gorro, guantes y bufanda, cantan villancicos alrededor de una hoguera. No hay escapatoria posible.
Todos los demás acontecimientos quedan relegados por la contundente presencia de las navidades en la cotidianidad de nuestras vidas; tanto en las calles como en las conversaciones, en los escaparates o en los medios de comunicación. En realidad tampoco buscamos demasiado la escapatoria, ya que, durante estas fiestas, los ciudadanos celebramos una serie de ficciones históricas, más o menos admitidas, que han terminado instalándose en nuestra sociedad para procurarnos unos días de merecido descanso, distracción, nostalgia o recogimiento religioso. Ficciones que con el transcurrir de los siglos han conseguido formar parte de nuestra tradición cultural.
La liturgia que marca el mes de diciembre tiene como propósito conmemorar el nacimiento de Jesús de Nazareth. Esta es la tradición religiosa. Los langostinos congelados, los petardos, los turrones, las cabalgatas, los regalos, las descomunales borracheras, las discusiones familiares, la monocorde cantinela de los niños de San Idelfonso y los villancicos sonando a todo trapo en los centros comerciales, son añadidos por nuestra cuenta.
Las fiestas navideñas han terminado convirtiéndose en uno de los negocios más rentables de nuestro tiempo y los negocios actuales se sustentan, sobre todo, en una publicidad abrumadora que cuando no tiende a la desmesura tiende a la mentira. Las colonias, por ejemplo, no te aseguran mujeres prodigiosas.