Hoy es 18 de Julio. Triste fecha de infausto recuerdo. Este mes se cumplen 75 años del comienzo de la guerra civil española. Una guerra que a menudo se ha contado entre nosotros como un conflicto del pueblo vasco contra Franco y sus aliados fascistas, pero que hoy sabemos, gracias al buen trabajo de los historiadores profesionales, que fue una guerra civil también en Euskadi, con vascos en los dos bandos enfrentados en combate y sobre todo con vascos, hombres, mujeres y niños, entre las miles de víctimas de uno y otro lado. En un artículo firmado por Idoia Mendía y publicado en la prensa de Vocento nos recuerda que nada duradero se puede construir sobre la amnesia y el olvido. Necesitamos recordar para que nuestros hijos e hijas no conozcan nunca nada parecido a lo que hace 75 años se cernió sobre nuestros padres y abuelos.
Como es sabido, tras la sublevación del 18 de julio, Bizkaia y Gipuzkoa permanecieron bajo la legalidad republicana, mientras que en casi toda Álava -al igual que en Navarra- triunfó la rebelión militar, que contó además con un amplio apoyo civil, básicamente de requetés carlistas. Como reconoció el nacionalista Manuel de Irujo, de la guerra fratricida que se siguió «salieron con las manos manchadas de sangre izquierdas y derechas, católicos y anticlericales, demócratas y cruzados, entre ellos no pocos vascos». Quizá porque esto fue así, porque la guerra del 36 enfrentó a unos vascos con otros, el conflicto y sus secuelas de muerte, exilio y represión produjeron una enorme brecha en nuestra sociedad que ha llegado hasta nuestros días.
Al Gobierno Vasco -y a mí en particular como consejera de Justicia y responsable de la memoria histórica- se le plantea en esta fecha el reto de recordar a todas las víctimas de aquella catástrofe con verdad, justicia y rigor histórico. No es tarea fácil porque las memorias familiares, las ausencias, el sufrimiento y el dolor siguen estando muy presentes en muchos de nuestros hogares. Con todo, creo que merece la pena intentarlo porque, como ha escrito el profesor Santiago de Pablo, «el mejor homenaje que podemos rendir a las víctimas no es inventar historias, sino reconstruir la historia de la forma más veraz posible».
Los hechos están ahí y son suficientemente trágicos. El historiador Paul Preston, en un libro reciente que lleva el significativo título de 'El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después', los narra con crudeza. Me detendré sólo en dos episodios terribles y, sorprendentemente, poco recordados. El 22 de julio de 1936, un avión franquista que había despegado de Vitoria bombardeó la plaza del pueblo vizcaíno de Otxandio. Mató a 84 personas, 45 de ellas niños, y mutiló a otras 113. Otro bombardeo, éste sobre Bilbao, desencadenó el 4 de enero de 1937 el hecho represivo más sangriento de la guerra en Euskadi. 224 personas, sin contar las que murieron después a consecuencia de las heridas recibidas, fueron asesinadas en el asalto a varias cárceles de la capital. El Gobierno Vasco de entonces tuvo la valentía de reconocer su responsabilidad al no garantizar la seguridad de los presos, e incluso llegó a procesar a los culpables.
El recuerdo de estas matanzas y de otras igualmente terribles (Elorrio, Durango, Gernika) en este año que comienza debería servir no para que una vez más nos echemos los muertos a la cabeza, sino para construir una memoria compartida de la guerra en Euskadi, alejada de una vez por todas de visiones unilaterales y revisionismos malintencionados. Una memoria que, 75 años después, nos ayude como sociedad a reafirmar nuestra fe en la democracia, el Estado de derecho, los derechos fundamentales y la dignidad y el valor de la persona humana. Una memoria que reivindique por fin el sufrimiento y el dolor de todas las víctimas de aquella guerra atroz. En la que los nombres de Alfredo Espinosa, Teodoro Olarte, Julián Zugazagoitia, José de Ariztimuño, 'Aitzol', o Esteban Urkiaga, 'Lauaxeta' puedan recordarse junto a los de Gregorio Balparda, Víctor Pradera, José María Urquijo, Adolfo González Careaga o Pedro Eguillor. Una memoria, en definitiva, que nos ayude a cerrar la herida y permita al fin «el abrazo de los muertos» que reclamó ese vasco de gran corazón que fue José de Arteche.
Setenta y cinco años después, quizá ha llegado el momento de reivindicar el dolor de todas las víctimas de la guerra civil en Euskadi. De todas, de las que fueron silenciadas durante cuarenta años de dictadura y también de las que con la llegada de la democracia fueron borradas de la memoria colectiva por resultar políticamente incorrectas.
Es momento para la memoria, no para el odio. Decía con razón el lehendakari Aguirre que «el odio no sirve para construir, sólo para destruir». Es tiempo para recordar. Nada duradero se puede construir sobre la amnesia y el olvido. Necesitamos recordar para que nunca más pueda repetirse una tragedia como aquella. Para que nuestros hijos e hijas no conozcan nunca nada parecido a lo que hace 75 años se cernió sobre nuestros padres y abuelos.