Jesús, aceptemos su realidad histórica o su ficción mística, fue acaso el primero en proponer la noción de amor al prójimo y exaltar el gozo de la vida y muy probablemente por este motivo fue perseguido, torturado y muerto por las fuerzas más reaccionarias de su época.
El cristianismo, a lo largo de los siglos no sólo olvidó el mensaje original de su mentor, sino que centró en el dolor y el sacrificio el camino de la salvación de las almas y, sustituyendo el pez, expresión del alimento espiritual, elevó a la categoría de símbolo el instrumento de la tortura, la cruz.
Bajo el estandarte de la cruz se libraron las cruzadas, las guerras de religión fratricidas, las persecuciones inquisitoriales y la ambición ecuménica de prevalecer sobre almas y territorios. En esta dinámica de poder, los fines han justificado los medios y ello ha permitido no sólo acumular fabulosas riquezas, cuya ostentación resulta insultante frente a la pobreza de los desamparados que la Iglesia dice proteger. La hipocresía connatural del ejercicio del poder terreno la ha llevado a ignorar las leyes civiles, condenando o protegiendo según su conveniencia, amparada por su soberbia influencia sobre la conciencia de millones de personas. Para ella, por ejemplo, es un crimen el aborto legal y sólo un pecado la pederastia, que es un delito civil.
El espectáculo de las procesiones de Semana Santa, con el desfile de imágenes sangrantes, de encapuchados, como verdaderos fantasmas del horror, y de penitentes azotándose, constituye una verdadera exaltación del dolor, que ni el sábado de gloria puede aliviar. Cristo no aceptó el sacrificio y protestó ante su padre. Cristo se entregó resignado a la tortura de morir crucificado como un delincuente, porque sus fuerzas de hombre nada podían hacer ante el poder del sistema religioso ante el cual se enfrentó.
Las procesiones de Semana Santa, que nacieron en la Edad Media con un fin didáctico, han estado y están orientadas no sólo a recordar el sacrificio de Jesús, sino también a inculcar en las almas la inutilidad de luchar contra el poder constituido, al cual, desde los tiempos de Constantino, la Iglesia ha estado vinculada.
(Imagen y texto recogido del "Cuaderno de notas de A.T.")