Los efectos de la multitudinaria manifestación del 11 de septiembre en
Barcelona se están haciendo notar especialmente en Cataluña y en España.
También entre nosotros las noticias vinculadas con la llamada ‘cuestión
nacional’ tienen una vis atractiva especial.
Es obvio que a las fuerzas
nacionalistas la cuestión no les incomoda, pero también está claro que el PNV
no está interesado en que el eje central de la campaña quede reducido al dilema
de independencia si, independencia no. Sin embargo, EHBildu se muestra
satisfecha con tal posibilidad, pues ello les permitiría desarrollar una
campaña más cómoda, en lugar de tener
que acreditar ante sus electores en qué consisten las bondades revolucionarias
de sus experiencias de gobierno. Curiosamente los populares también están muy
interesados en que la campaña quede centrada en torno a la independencia. Lo
de Cataluña les ha venido como anillo al dedo. A quien le vendría fatal es a
los socialistas.
Pero volviendo al inicio es preciso reflexionar sobre lo que
representa el movimiento que explotó en toda su grandeza el 11 de septiembre.
Una corriente de fondo que se ha ido extendiendo progresivamente y que ha
emergido con una dimensión sorprendente tanto cuantitativa como
cualitativamente. Un millón y medio de manifestantes representa el 20% de la
población de Cataluña del último padrón municipal de 2011. Si reducimos la
cifra a un millón, el porcentaje seguirá siendo una inmensidad. Trasladados
esos porcentajes a nuestra comunidad nos daría la escandalosa cifra de 438.000
manifestantes y cerca de 300.000 en el segundo supuesto. ¿Se imaginan una
manifestación en las calles de Bilbao con 300.000 participantes?
Pero junto a
ello está la dimensión cualitativa de esta expresión popular. La mayoría de los
analistas de Cataluña coinciden al afirmar que no se está ante un hecho
coyuntural sino que está prendiendo con raíces propias y sólidas tanto en el ámbito
político formal como en la
ciudadanía. La transversalidad es uno de sus rasgos.
Transversalidad intergeneracional, territorial, ideológica y política.
Aunque
el movimiento está promovido por el
nacionalismo, desde el punto de vista de la sociología política se puede decir
que el fenómeno representa y expresa la nueva orientación que está adoptando el
llamado catalanismo. Es el catalanismo en su conjunto el que se está
desplazando a posiciones de soberanía y creación de un estado propio. Ese
catalanismo que durante más de treinta años había confiado en la vía
estatutaria y en el pacto con el estado como garantía de un autogobierno
suficiente para Cataluña y que estuvo representado por CiU, pero sobre todo por
el PSC y el viejo PSUC. Ese catalanismo que había confiado en la transformación
del Estado español y que había puesto sus esperanzas en tal objetivo, de tal
forma que se pudiera avanzar en el reconocimiento jurídico y político de la
realidad nacional catalana. Es esta confianza la que ha quebrado, la que ha entrado en crisis.
El
catalanismo no tiene razones para creer en la apertura del Estado español,
máxime teniendo en cuenta el reforzamiento de las posiciones centralizadoras. Es el modelo
actual de relación entre el Estado y Cataluña lo que está en crisis y lo que ha
actuado como desencadenante de los cambios que se están produciendo en la
sociedad catalana. La desafección con respecto a España tiene su punto más
explosivo con la sentencia del Constitucional sobre el estatuto aprobado por la ciudadanía. El
Constitucional se colocó por encima y frente a la soberanía
popular. Se extendió la convicción de que el modelo de relación con el Estado
acotado por el Constitucional no daba más de si. La propuesta del pacto fiscal
era el último intento para recuperar alguna esperanza que permitiera reducir el
desasosiego.
El portazo de Rajoy a Mas cierra de momento cualquier posibilidad
de entendimiento entre Cataluña y España. El tiempo nos dirá cómo gestiona Mas
el nuevo tiempo, que él ha bautizado como de “transición nacional”.