No hay mucho que celebrar este 6 de diciembre. La Constitución cumple 35 años y ha inaugurado el único periodo auténticamente democrático de nuestra agitada historia, un periodo de estabilidad política, conexión a Europa y modernización social y económica sin parangón. Pero ya no es el texto vivo que recoge el acuerdo básico y fundacional de la convivencia, sino un documento político coagulado, en parte incorporado a la legislación y la jurisprudencia, pero en parte claramente superado por la realidad.
Que hayamos reformado la Constitución sólo dos veces, y por exigencias europeas, es una anomalía impresentable en comparación con cualquier otro país. Esta impotentia reformandi conecta con lo peor de nuestra tradición histórica, en la que nunca hemos reformado texto constitucional alguno, sino que las Constituciones han nacido previo asesinato de la anterior a manos de las mayorías de turno.
Y, además, a diferencia de lo que ocurre en otros países, donde hay una auténtica veneración (o, al menos, respeto) ciudadano por su Constitución, la de España ni es bien conocida, ni es especialmente querida, aunque se valore su aplicación. La Constitución española no es en 2013 ni un documento efectivo ni afectivo.
Creo que hay que reformar a fondo la Constitución para incorporar todo lo que hemos aprendido y todo lo que necesitamos para regenerar la vida democrática después de 35 años de régimen constitucional.
Hace falta no un simple lifting, sino cirugía. Los partidos deben pasar de ser la institución privilegiada —esto tuvo su sentido en 1978, pero no en 2013—, a la más controlada (sobre todo en el reclutamiento de líderes, financiación y transparencia); y hay que abrir espacios a la ciudadanía y su participación: abrir las listas, hacer más proporcional el sistema electoral, reformar el régimen del referéndum (es otra absoluta anomalía que solo haya habido dos referendos en 35 años), etcétera.
Hay que actualizar el régimen de la Monarquía, el Parlamento, el sistema de cooptación de vocales del Consejo del Poder Judicial y, sobre todo, el del Tribunal Supremo y del Constitucional debe cambiar radicalmente. El artículo sobre las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas debe ser repensado: ya no estamos en 1978.
Hoy tenemos una democracia asfixiada por las élites de los partidos políticos.Y ese es el problema: los únicos que pueden cambiar de verdad el sistema, los partidos (sobre todo, el que en cada momento es mayoritario), son los principales interesados en no alterar el statu quo tan beneficioso para ellos.
Tenemos una Constitución formal, cada vez más débil, y una material (el gobierno de las mayorías de turno), cada vez más potente (sobre todo si se le añade el argumento de la excepcionalidad frente a la crisis económica). Frente a esto, urge reformar la Constitución. Es el único homenaje sincero que se le puede hacer: lo demás es cinismo o vacuidad.