Desmontaron los balcones, metieron la cabeza bajo el sobaco y quedaron pálidos ante el resultado de las elecciones. Creían que la falsa sensatez del ‘voto útil’ y la mismísima ley electoral evitarían las sorpresas, las suyas claro. Estaban convencidos de que nada ni nadie les movería los cimientos, por más que la calle fuera un clamor y los ciudadanos de este país aseguraran que ya no soportaban más el lazo al cuello.
Hablaban de macroeconomía, continuaban robando y destrozando los restos del naufragio; soltando discursos huecos que ni ellos mismos se creían. Nunca previeron que estamos hasta el peluquín de sus modos y métodos. Y que les lanzaríamos una bofetada en toda la nariz de sus falsas certezas. Nos creían dormidos, y el fútbol se convirtió en jornada de reflexión. Amenazaban con el caos de una política desmembrada en pequeños partidos y amagaron con anunciar un ‘gran pacto de gobernabilidad’, un pacto contranatura que fue el descabello final. Como nuevos déspotas, sin ilustrar, creían en un modelo de ¡lo mejor para el pueblo, pero sin contar con el pueblo’. Ni siquiera necesitamos una guillotina en la plaza pública, utilizamos sus viejas armas: las urnas.
Aquel 15-M que tanto les dolió, a unos por miedo a las consecuencias, a otros por miedo a no controlarlo, terminó por encontrar un rostro a su lucha y ha dado una lección determinante: se acabó el chiringuito. Bastaba con recoger aquel grito que atronó aceras y cielos del país: «Sí se puede». Bastaba un poco de decencia, un discurso creíble y a pie de calle, para quebrar la estructura del poder y los monolitos pétreos de los partidos.
Estábamos esperando un rostro y un grito y ha llegado. Para malestar de quienes tildaban aquella multitudinaria protesta de «cosa de adolescentes sin ideología, meros perroflautas». Y, además, hemos dado una lección a Europa: no somos extremistas de derechas, somos un pueblo sensato de izquierdas.
Blanca Alvarez, hoy en EL CORREO