Angela Merkel, durante una visita a la Policía Federal en Berlín. HANNIBAL HANSCHKE REUTERS elpais/2016/12/24/opinion |
Así que cargar asesinatos terroristas en la mochila del dirigente político en plaza es
Hacerlo es miserable porque confunde amigo con enemigo, inocente con asesino, víctima con verdugo, responsable legítimo con culpable criminal.
Cambiar el voto a causa de una matanza ajena es desleal. Con uno mismo, con las propias convicciones. Si es que se tienen.
Instar a los demás a cambiarlo es propio de hienas. Tan repugnante como clamar por la pena capital tras un crimen morboso. O acusar de un homicidio al negro que pasaba por ahí. Porque es negro. Quien denigra al presidente de la República, a la canciller, al primer ministro, porque gente odiosa mata, es igualmente odioso: ayuda a los asesinos a lograr sus fines. Es su cómplice. La cara sin velo de la abyección. Tolerancia cero.
Matar es fácil. Cualquier instrumento cotidiano puede convertirse en un arma. Basta un cuchillo para apoderarse del camión y arrasar el mercadillo navideño. Es más rápida la maldad que su prevención. Más ágil la bala que el escudo protector. El asesino es inmediatista, vertiginoso.
La civilización trabaja a largo plazo: inteligencia, convicción social, alianza democrática, previsión, cohesión… muchas asignaturas a un tiempo, ninguna obvia. Fraguar consensos exige tiempo. Y sin acuerdos solo hay fractura. O dictadura.
miserable. Se lo hicieron a Zapatero con los asesinados de ETA. Y a Merkel con los de Berlín. Pero nadie escupió los cadáveres de las Torres Gemelas a George Bush II.