La crisis de los partidos que tradicionalmente han ostentado el poder después de la II Guerra Mundial no parece ser un síntoma particular de Francia sino más bien europeo.
Un síntoma de la creciente implosión de ese extremo centro que gobierna Europa en forma de gran coalición y sobre el que se cierne una fractura básica en la política electoral: la que se produce entre las élites europeas y nacionales (el establishment), por un lado, y, por el otro, las poblaciones afectadas por sus políticas.
Un descontento y una distancia tan crecientes como la polarización que potencialmente puede generarse a partir de esa brecha y que es susceptible de capitalizarse, alternativamente o en disputa, desde posiciones de izquierdas o de derechas.
Una revuelta anti-establishment que se expresa, fundamentalmente, a través de terremotos electorales que desconciertan a las élites pero que afectan, de momento, bien poco a la vida cotidiana de la ciudadanía europea.
En las elecciones francesas esta revuelta electoral se está expresando en el apoyo a los candidatos “outsiders” del sistema.
Asistimos en Francia, por tanto, a un nuevo ejemplo de un “desorden electoral”, a la expresión de malestares diversos y a una impugnación, por parte de amplios sectores sociales, del sistema/modelo que ha venido prevaleciendo en el marco del turnismo bipartidista francés. Sin embargo, hay un elemento que no conviene obviar: la hegemonía de la derecha en Francia hoy se manifiesta en el peso conjunto de las diferentes candidaturas de este espectro político, pero lo ha venido haciendo en los últimos años marcando los temas de debate centrales que han conformado la agenda pública en ese país.