Son muchos, en la cúpula socialista, los que se sienten inmensamente más cómodos negociando, charlando o comiendo con Rafael Hernando o Soraya Sáenz de Santamaría que con Irene Montero o Pablo Echenique; esos dirigentes se indignan más por la prepotencia del enemigo Pablo Iglesias que por los sobres en B o los recortes del adversario Rajoy. Sin embargo, lejos de los despachos, con quienes buena parte de los votantes socialistas comparten barrio, cañas, problemas y airadas aunque reconducibles discusiones políticas, es con los simpatizantes de la formación morada. La enorme brecha existente en el PSOE entre dirigentes y militantes/simpatizantes crece cada vez más.
El casi unánime apoyo a Susana Díaz de los pesos pesados socialistas obedece a su firme deseo de mantener el modelo tradicional de partido. Un partido nada asambleario (Díaz dixit), en el que no se consultan las decisiones a los militantes (Zapatero dixit) y que no debe cerrarse en banda a la posibilidad de formar una gran coalición con el PP (González dixit).
Es por eso por lo que varios barones han amenazado con abandonar sus cargos si el voto de los militantes no se ajusta a sus deseos. Es por eso por lo que apoyan a una candidata que, según todos los estudios demoscópicos, es la peor valorada por sus votantes reales y potenciales. Eran muchos los lectores que la pasada semana, tras leer el riguroso análisis de Lluís Orriols titulado " El (escaso) atractivo electoral de Susana Díaz", se preguntaban por qué alguien con, aparentemente, tan pocas opciones de ganar unas elecciones generales, contaba con el apoyo cerrado de los Zapatero, Guerra, González, Chacón, Rubalcaba, Page, Lambán o Puig. La respuesta no está en el viento sino en el tempo: ahora de lo que se trata es de domesticar un partido que había escapado a su control. Es tiempo de que Susana reorganice un PSOE clásico, de aparato puro y duro. Ya llegará el momento de preocuparse por las elecciones.