En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio. Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos.
En vez del pensamiento crítico, que por naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las adhesiones irracionales a lo unánime.
Cuanta menos historia se enseña y mayor es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero.
Sociedades clientelares y estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la prosperidad.
No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.
Hace 40 años queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre, el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a las minorías y a los derechos individuales.
El laicismo y la educación pública estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo, pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se correspondían con lo habitual en otros países.