Reconozco que no siento nada especialmente positivo al ver ondear la bandera española. Ni escalofríos. Ni nudo en la garganta. Ni ganas de entonar un himno, sobre todo por esa letra "medio-ausente" tan nuestra. Ni siquiera enfado.
No es desamor sino, creo, algo más próximo a la indiferencia, pero si me apuran, una incomodidad que se activa promoviendo mi rechazo al ver cómo algunos personajes exaltados, a los que algunos llaman "compatriotas", que agitan la enseña patria con un fervor propio de un misticismo guerracivilista.
El problema, o así lo veo en primera persona, no es el estandarte en sí, sino lo que se ha hecho con él. Por ejemplo, cuando durante el franquismo se convirtió en símbolo de unidad impuesta y de aplauso obligatorio.
Y mientras tanto, quienes no vibrábamos con esa exaltación patriótica, nos quedamos huérfanos de símbolo y comenzamos a preguntarnos por qué los colores nacionales no podían representar también a quienes votan distinto a los que creen que España es suya.
No es que yo tenga un problema con la insignia nacional sino tal vez que la bandera tenga un problema conmigo. O puede que con todo lo que no encaje con la concepción de un patriotismo a gritos. Y así, mientras no cambien los usos —y los abusos— seguiré observándola con una cierta distancia. Como quien ve una película que a otros les emociona, pero a él no le estremece, no le enardece, no le entusiasma.
No es desamor sino, creo, algo más próximo a la indiferencia, pero si me apuran, una incomodidad que se activa promoviendo mi rechazo al ver cómo algunos personajes exaltados, a los que algunos llaman "compatriotas", que agitan la enseña patria con un fervor propio de un misticismo guerracivilista.
El problema, o así lo veo en primera persona, no es el estandarte en sí, sino lo que se ha hecho con él. Por ejemplo, cuando durante el franquismo se convirtió en símbolo de unidad impuesta y de aplauso obligatorio.
Y mientras tanto, quienes no vibrábamos con esa exaltación patriótica, nos quedamos huérfanos de símbolo y comenzamos a preguntarnos por qué los colores nacionales no podían representar también a quienes votan distinto a los que creen que España es suya.
No es que yo tenga un problema con la insignia nacional sino tal vez que la bandera tenga un problema conmigo. O puede que con todo lo que no encaje con la concepción de un patriotismo a gritos. Y así, mientras no cambien los usos —y los abusos— seguiré observándola con una cierta distancia. Como quien ve una película que a otros les emociona, pero a él no le estremece, no le enardece, no le entusiasma.