Hemos asistido estos dos últimos años a una serie ininterrumpida de debates y discusiones en los que los intervinientes no han podido llegar nunca a entenderse. No ya porque el objeto sobre el que cada uno disertaba –la unión o la secesión– fuera incompatible con el del otro, sino porque los lenguajes que ambos empleaban discurrían en paralelo y jamás se encontraban.
Lo más que cada interlocutor ha logrado tras profusos razonamientos es hacerse entender por los suyos, blindando así aún más su propia postura frente a la del otro.
Uno de los lenguajes, el de la política convencional, debe basarse en las reglas que rigen el Estado de Derecho moderno y encontrar en los conceptos de ciudadanía, pluralismo ideológico, diálogo, negociación e imperio de la ley su funcionalidad y su misma fuente de legitimación.
El otro, el de lo que me he permitido llamar metapolítica, trata de basar, en cambio, su legitimidad y capacidad persuasiva en conceptos como Pueblo, Nación, Historia e Identidad lingüístico-cultural –todos ellos en mayúscula–, así como en los derechos que de ellos supuestamente se derivarían de modo natural y sin mediación de la ley.
El primer lenguaje, al basarse en el pluralismo y la racionalidad, puede manejarse en los márgenes que abre la transacción y hace –o debería hacer– de la ley un instrumento subsidiario para cohonestar voluntades diversas.
El segundo, rehén de conceptos holísticos e indivisibles como los arriba citados, así como de las emociones que en torno a ellos se suscitan y se excitan, tiende a plantear soluciones en términos de sí o no, de todo o nada, de lealtad o traición.
En definitiva, de nosotros o ellos. Y, para colmo, ambos lenguajes reivindican para sí la verdadera democracia.