Cuando yo era pequeño, el infierno era un concepto religioso, casi metafísico, una relectura católica que nos hablaba de las calderas de Pedro Botero, un programa de cocina sobrenatural donde los condenados nos asaríamos a fuego lento por toda la eternidad, entre llamaradas y torturas inenarrables. A algunos curas del barrio les chiflaba la historia y no paraban de alabar las instalaciones en sus homilías, como si las conocieran personalmente.
Era difícil conciliar la amenaza de un castigo eterno con la idea de un Dios que nos ama sobre todas las cosas, pero la doctrina católica estaba llena de encajes de bolillos por el estilo, vírgenes capaces de parir y superhéroes que eran tres en uno. Con el tiempo, uno acaba descubriendo que la etimología del infierno alude a un lugar subterráneo, una prisión de lava y fuego ardiente bastante parecida, quizá no por casualidad, al núcleo ígneo del planeta.
Poco a poco, entre erupciones volcánicas y accidentes de centrales nucleares, el fuego iba subiendo a la superficie, aunque los ecologistas nos habían advertido, desde los años ochenta, que lo mejor estaba por llegar y que la crema solar no nos iba a ayudar mucho.
No hicimos mucho caso de las advertencias, a pesar de la retirada de los glaciares y de la subida general de temperaturas. El calentamiento global era un invento para que se forraran los científicos y el cambio climático un camelo en contra de la marcha general del progreso.
Una cosecha de incendios devastadores y más de 360 muertes provocadas por el calor extremo debería hacernos reflexionar un poco, pero el verano es un tiempo poco propicio a reflexiones. En cuanto al infierno, hace años que trabaja a tiempo completo y no deja de abrir nuevas sucursales en la península. Tenían razón no sólo los ecologistas sino también los curas de mi barrio, quién lo diría.