Aparcar en el carril bus en una de las calles con más tráfico de la ciudad está mal. Encararse con los agentes que te sancionan, diciendo que «o multita o bronquita», es peor. Desobedecerles y huir del lugar sin esperar a que terminen su trabajo lo agrava aún más. Derribar una de las motos de los agentes en la fuga y no detenerse ni cuando lo ordena, con las sirenas encendidas, la policía municipal es todavía más grave. Refugiarse en el palacete y mandar a los escoltas de la Guardia Civil a negociar la rendición con un «parte amistoso» es ya la leche. Pero el colmo de todo esto, lo más intolerable, es lo que ha pasado después: ver a Esperanza Aguirre, de gira por todas las televisiones y radios del país, culpando a los agentes de «machismo», de «buscar la foto», de aparcar «malísimamente» la moto y de una «detención ilegal».
Aguirre sigue a la fuga y cada paso que da tras su primer error lo agrava aún más. Sus actos retratan a una persona prepotente, hipócrita, mentirosa y desconectada de la realidad. Alguien que se cree por encima de la ley, tan acostumbrada a mandar que es incapaz de respetar otra autoridad que no sea su propia voluntad.
En un país más normal, Esperanza Aguirre habría acabado la fiesta en comisaría, igual que cualquier otro españolito que hubiese protagonizado un episodio así sin ser la condesa que aún reina en el PP de Madrid. En Inglaterra, los ministros dimiten por ocultar una multa por exceso de velocidad. Sobra decir qué carrera política le quedaría si, en vez de Madrid, Aguirre aspirase a la alcaldía de Londres, París, o Berlín.