Artur Mas es un político tóxico. Un politópata, si se me permite el neologismo construido por analogía con psicópata o sociópata. Un personaje manipulador que pervierte cuanto toca llevando a la destrucción a quienes confiaban en él. Así lo traslucen sus rasgos caracte-riológicos (envidioso y egocéntrico, conspirador y victimista, fabulador y fraudulento), que le asimilan al tipo de personalidad tóxica que definen los psicólogos. Y así lo revela su trayectoria, movida por la ambición de abrirse paso traicionando a cuantos le rodean.
Primero acabó con Miquel Roca Junyent y Josep Antoni Duran Lleida, los delfines llamados a suceder a Jordi Pujol, a fin de monopolizar el principado nacionalista. Después se propuso derribar a Pasqual Maragall haciendo fracasar su proyecto de nuevo Estatut, mediante una doble maniobra que primero forzó su radicalización soberanista en el Parlament para después pactarlo a la baja con el presidente Rodríguez Zapatero en La Moncloa.
Luego pervirtió el moderantismo conservador de su partido para abrazar el radicalismo neoliberal de los recortes austericidas. Y cuando vio que sus electores desertaban no dudó en pasarse al independentismo de ERC, a fin de fagocitarlo en su propio beneficio.
... ... ...
Lo más extraño es que con ese historial a sus espaldas haya podido llegar indemne hasta aquí. ¿Cómo es que todavía tiene un séquito dispuesto a suicidarse con él? Sin duda por su capacidad manipuladora, que le ha permitido hacer a sus cómplices unas ofertas fraudulentas que estos no supieron rechazar, quedando atrapados en una conjura de encubrimiento mutuo. Es la conocida táctica de hundir los puentes o quemar las naves, a fin de que los conjurados ya no puedan rectificar ni dar marcha atrás. Y los únicos que han logrado escapar del mortal abrazo de Mas han sido los ingenuos salvajes de la CUP, que han sabido hacer oídos sordos a sus perversos cantos de sirena.