Al ejército, a la monarquía, a las instituciones religiosas y a las conservadoras le gusta la idea del líder: es un guía, un ápice del sistema vertical y jerárquico, que influye, decreta y ejecuta sin consulta ni apelación. A la gran mayoría de mentes progresistas, no. ¿Por qué?
Quizá porque sabemos que ser humano significa ser falible, no berzotas, falible, que puedes fallar. Y queremos que nos coordinen seres humanos, no superman, ni el Papa
Foto y texto : eldiario.es/ tribuna abierta |
También porque estamos al corriente de cómo pierde su propio norte el líder cuando lleva un tiempo soportando esa carga inhumana (de mantenerse permanentemente coherente, duro, firme, responsable, ingenioso, cabal). Porque, lo quieran o no, subidos en el ring, recibiendo golpes a diario y alejados de las gradas, los líderes acaban perdiendo oído, incluso para los más próximos, y no tardan en aparecer soberbios o taimados.
Porque no creemos posible que un solo líder concentre en su persona el conocimiento y la visión práctica necesaria para atender a todos los problemas de un estado, responder a todas las preguntas y tener siempre la última palabra. Porque sabemos que la cabeza de un líder es muy fácil de golpear con una sola piedra; por muy espigado o encumbrado que esté, su equilibrio, como el de un mástil, resulta inestable.
Y por último, porque nos asquea ver cómo por el trono los líderes pueden sacudirse entre sí mientras se esfuman las fuerzas, los objetivos y los planes de actuación.
La izquierda de medio mundo se haya confusa, desnortada, dividida. Ese bajo estado emocional hace que la psique política viaje a las praderas del pasado reptiliano y se enzarce en guerras intestinas, como ya en su día lo hacían reyes y papas.
La inercia mediática obliga a los correligionarios a medir el éxito y el fracaso de las ideas en función del éxito o el fracaso de sus líderes, lo cual es una magnífica irreflexión.