
Tres pensionistas dan un paseo en Bilbao. LUIS TEJIDO (EFE)
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El sistema de pensiones ha sido durante décadas uno de los mayores logros de nuestro Estado de bienestar y todo un símbolo del mismo y que, a diferencia con supuestas sociedades más avanzadas (¿en qué?) que la nuestra carecen de ese reconocimiento a las personas ya retiradas del mundo del empleo.
Gracias a la ley existente, fruto de un gobierno progresista en el estado, en 2026 la subida por ley será de un 2,7%. Razonable. Hoy un jubilado con salario medio y carrera laboral completa recibe aproximadamente un 80% de los ingresos que percibía cuando estaba activo, una de las proporciones más generosas de la OCDE, que de media se sitúa en el 63,2%.
Esta protección ha garantizado un retiro digno a millones de personas mayores y ha sido un colchón social indispensable, especialmente en momentos de dificultad económica como la crisis financiera, donde las pensiones permitieron la supervivencia de muchas familias.
Por otra parte, las encuestas revelan una paulatina desafección de los jóvenes hacia la democracia como consecuencia de un sistema que les ofrece bajos salarios, les impide desarrollar un proyecto autónomo de vida y les hace dudar de su futura posible jubilación.
Para evitar el agravio entre generaciones, es necesario que el Estado de bienestar funcione para todos y, evitar en el futuro ajustes traumáticos, es imprescindible abordar medidas que por una parte, aseguren a los pensionistas de 2050 su mensualidad y, a la vez, a los jóvenes una vida laboral que no les lleve a dudar de las bondades del estado de bienestar que tanto a costado crear y sabemos lo fácil que es destruirlo.