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¿Qué mueve a una persona a votar a quien le perjudica, a votar en contra de sus propios intereses?
¿Qué mecanismos del subconsciente le impulsan a confiar en quien le ha engañado permanentemente y cuyo discurso se ha centrado en justificar las políticas perversas que lo empobrecen?
Sólo se me ocurre que el miedo, el arma más utilizada por los grandes partidos durante las dos últimas campañas. Ni el escandaloso número de delincuentes estabulados en sus filas ni la corrupción generalizada han sido suficientes para que les dieran la espalda. El miedo inducido ha hecho su función. El miedo a lo desconocido. El miedo al cambio. El miedo que paraliza e impide avanzar. El miedo que hace creer en la certeza engañosa de que vale más malo conocido que bueno por conocer. El mismo que te hace suponer que las cosas no pueden ser de otra manera.
Cuando las campañas del miedo triunfan, se produce entre ciertos ciudadanos una suerte de síndrome de Estocolmo que les hace amar a quien les hace daño, a quien les mantiene apresados e inmovilizados, a quien convierte su futuro en una posibilidad llena de negra incertidumbre. Un síndrome de Estocolmo que les hace desear quedarse como están y olvidar dónde estuvieron. Porque al final el tiempo lo cura todo, hasta el recuerdo de lo que fue.
El problema es que el voto del miedo es tan peligroso como follar sin condón: puedes coger una enfermedad de transmisión (sexual o generacional) e hipotecar tu futuro. Y lo que es peor, el de tus propios hijos.