La elección de Kamala Harris viene a decirnos que el trumpismo no es inevitable y son los partidos quienes deben mermar su influencia.
Ivan Krastev lo dice con más poesía: “La magia de la democracia reside en su capacidad de renovación y autocorrección”. Las democracias no se cambian o resetean a sí mismas, debe haber voluntad para ello.
Cuando la victoria de Donald Trump parecía inevitable, cuando el atentado contra él intensificó dramáticamente esa sensación y el electorado se debatía entre dos líderes geriátricos y decadentes como aquellos de la gerontocracia soviética, el partido demócrata supo reaccionar. Es la prueba del algodón de las democracias: que los partidos actúen como filtros, impidiendo a los extremistas llegar al poder.
A menos de 100 días para las elecciones, los demócratas se han puesto las pilas y han demostrado cosas "casi imposibles" hace solo dos meses.
Si se fijan, ha habido un cambio radical en el relato: ya no se pide el voto para evitar el mal mayor. Mientras Biden presentaba las elecciones en términos existenciales para la democracia, Harris propone un giro obamiano. Del “Sí, se puede” al “Cuando luchamos, ganamos”. El “que viene el lobo” de Biden es ahora el “Yo protegeré tus libertades” de Harris, un discurso ilusionante que invita a votar sin taparse la nariz.
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