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sábado, 11 de febrero de 2012

Gente de Gesto



KEPA AULESTIA
La memoria de los vascos debe preservar,
junto al recuerdo del horror y de las victimas
el ejemplo del pacifismo más consecuente.

La noticia de que Gesto por la Paz convocaba para hoy su última manifestación sonó a despedida. El motivo del anuncio, el cese definitivo de la actividad violenta de ETA, colma los anhelos más realistas de mucha gente que durante años ha asistido, aunque fuese alguna vez, a sus convocatorias. Pero la silenciosa movilización de hoy será también expresión de que ninguno de los presentes desea que Gesto dé por terminada su existencia. No hasta la desaparición de la banda.

Gesto fue la primera respuesta cívica y colectiva al acoso terrorista. Sus fundadores no habían sufrido la persecución de ETA ni habían sido víctimas directas de su sadismo. Fue gente que decidió rebelarse tímidamente, con tenues aldabonazos sobre la conciencia de los vascos, con la certeza instintiva de que su éxito dependía de no molestar a nadie más que a los violentos y sus seguidores. Fue también el primer grupo organizado –o, mejor, coordinado– que afrontó el terrorismo como un mal en sí mismo, deslindando su rechazo de cualquier debate especulativo sobre sus causas y las soluciones políticas que pudieran resolver el problema saciando el apetito etarra.


Casi milagrosamente supo mantener su cohesión interna y la coherencia de su mensaje ético sin dejarse arrastrar por las sucesivas controversias que han acompañado la lucha contra el terrorismo. No resultó cómodo llevar en la solapa el lazo azul y concentrarse durante quince minutos de silencio en solidaridad con los secuestrados, mientras los ardorosos cómplices de los secuestradores, vecinos de la misma localidad o barrio, proferían insultos y amenazas a la cara de los concentrados. Pero fue más trabajoso para Gesto sustraerse a las disquisiciones sobre las virtudes del «diálogo político» para atajar el camino hacia la paz, sobre la necesidad de tender la mano a los asesinos, sobre la obligación de admitir que la Verdad, la Razón y la Justicia debían recomponerse mediante el consabido acuerdo entre las «partes en conflicto». Cómo sortear elegantemente el «diálogo hasta el amanecer» propuesto por el lehendakari Ibarretxe. O sostener una mirada entre esperanzada y crítica, entre optimista y escéptica, hacia el proceso de paz auspiciado por el presidente Zapatero. Ello después de albergar la íntima convicción de que la tregua de 1998 acabaría desarmando a ETA, y de haberse planteado Gesto, ya entonces, su propia desaparición.

Fue injusto y torpe el trato displicente que otorgaron a Gesto quienes llegaron casi diez años más tarde de su nacimiento, en el tiempo tenebroso de la «violencia de persecución», antes y después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, y descubrieron que ‘la paz’ no era un objetivo claro, que el objetivo debía ser ‘la libertad’. Las gentes de Gesto han librado durante años una pugna dialéctica, callada pero tenaz, frente a los afanes de intermediación de Elkarri, primero, y de Lokarri, después. Pero la irrupción de un movimiento más rotundo en cuanto a sus planteamientos contra ETA, que trataba de desenmascarar las actitudes conniventes del nacionalismo gobernante, relegó a Gesto poco menos que a la condición de un reproche íntimo y apocado de la violencia. Aquel movimiento ya no existe como tal, y Gesto continúa, aunque la de hoy sea su última manifestación.

Quienes han hecho posible el milagro, y lo han realizado sin sectarismos, son un grupo de mujeres y hombres ya no tan jóvenes que a una temprana edad comenzaron juntos el aprendizaje de la no-violencia. Estos años han desarrollado todo un pensamiento autónomo, intelectualmente libre, respecto al mal absoluto y al bien relativo. Nunca se les vio gesticular a los de Gesto en un país cuya cultura política –social– se ha retorcido a causa de la justificación del asesinato y de la tolerancia hacia la violencia. Hasta el punto de que las palabras mejores acabaron disfrazando el horror, y nadie se atrevía a depurarlas del mal. Los de Gesto optaron por salirse de la espiral conmemorando el aniversario de la muerte de Gandhi con una manifestación anual tan pacífica, tan discreta, que también hoy se convertirá en excusa para encontrarse entre buenos amigos. Algunos de los incondicionales ya no están entre nosotros, como Toño Ruiz. Y muchos verán pasar la marcha de gente más sonriente que nunca como si se tratara de una extravagancia. Ahora que nadie se acuerda de los ‘años de plomo’, ¿qué hace un grupo de personas, la mayoría con cara de veteranas, portando pancartas que, aunque hablen de futuro, evocan el pasado? Sin duda alegrarse juntas de que la violencia física haya desaparecido y con ella la coacción ambiental. Pero también mostrar el deseo de que Gesto siga existiendo como conciencia crítica en este tramo final de la paz.

Los historiadores deberían situar el nacimiento de Gesto por la Paz como la iniciativa cívica que se adelantó nada menos que en un año al Pacto de Ajuria Enea, cuando aquí todo el mundo parecía estar ‘cuerpo a tierra’ o mirando hacia otro lado, y continuó hasta años después de que nada quedase de aquella firma entre partidos. La reivindicación de la memoria no solo supone el deber de consignar el padecimiento, la conculcación de los más elementales derechos humanos y la descripción de las muchas formas que adoptaba la dictadura etarra. Es necesario recordar que hubo gente que, sin especial protagonismo y desprovista del mínimo sentido heroico, se mantuvo firme y constante en la protesta, en la denuncia, en la condena del terror. Es obligado incluir la peripecia de la gente de Gesto. Porque frente al relato de la inquina fanática, de la obsesión por doblegar a la fuerza a los demás, se mantiene desde hace veinticinco años el coraje activo de la no-violencia. La política democrática le debe mucho a Gesto. Tanto que los actuales responsables públicos no se hacen una idea de la deuda contraída con gente, la de Gesto, que nunca pasará factura.

Kepa Aulestia en El Correo