La excarcelación de Inés del Río y de otros asesinos orgullosos de serlo ha puesto a prueba estos días la templanza de nuestra sociedad. Resulta íntimamente duro aceptar que las leyes democráticas ofrezcan derechos a quienes seguramente son imposibles de reinsertar o reeducar porque no reconocerán nunca su miseria moral, sean terroristas, asesinos en serie o violadores. Sin embargo es así. Y debe ser así. El Estado democrático es moralmente superior a los delincuentes porque se obliga a sí mismo a actuar con respeto a la ley y tratando, además, de reinsertarlos. Incluso cuando sabe de sobra que el resultado no será el deseado. No es su dignidad la que les hace merecedores de derechos. Es la nuestra.