Las leyes aprobadas la semana pasada por el Parlamento catalán exigen algo inaudito para una ley: suponer que la ley puede ser vulnerada apelando a la soberanía popular. Es un lenguaje tan claro y evidente que parece hasta mentira que no nos adhiramos todos inmediatamente a él: ¿cabe algo más democrático que convertir en ley la voluntad del pueblo?
Sin embargo, me temo que pocas afirmaciones se pueden hallar menos democráticas que la sostenida por Puigdemont y compañía para justificar el quebrantamiento constitucional, estatutario y legal de la semana pasada. Por decirlo con absoluta claridad: afirmar la soberanía ilimitada del pueblo (de Cataluña o de Segovia) es el primer paso para afirmar un poder irrestricto e ilimitado de quienes decidan que ostentan la representación del pueblo soberano.
La democracia, en efecto, requiere que aceptemos que no hay más soberanía que la del pueblo o la de la nación. A renglón seguido, sin embargo, requiere también que quienes expresan esa soberanía a través de la representación parlamentaria tengan claramente marcados los límites que no pueden ignorar sin quebrantar la propia democracia: por ejemplo, alterar el ordenamiento con una mayoría no cualificada para ello y sin el debido proceso. Los parlamentos son soberanos en el sentido de que representan la soberanía, pero son democráticos solamente cuando respetan los límites a su poder.