Se equivocaban aquellos que pensaban que el president Carles Puigdemont y la mayoría que lo respalda en el Parlament catalán iban de farol en un juego del gallina, que frenarían antes del choque, antes de la ruptura institucional. El esperpento vivido en el Parlament catalán demuestra que la apuesta iba en serio, que ya no hay marcha atrás. Dudo que este tren vaya a llegar a destino, pero tampoco va a frenar, pasando por encima de los procedimientos parlamentarios, del derecho de las minorías, del orden constitucional y del principio de legalidad.
La ley lanzada a toda prisa y sin frenos tiene un primer objetivo: buscar la respuesta más dura y contundente del Gobierno central y del Tribunal Constitucional antes de la Diada.
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Entre otras causas, esta crisis de Estado también nace ahí: en el deterioro sistemático de la credibilidad de las instituciones que hoy han de dar respuesta ante esta situación. Un presidente del Gobierno que dice que hay que cumplir la ley y que preside un partido que se ha financiado en negro desde que se fundó. Un ministro de Justicia y un fiscal general del Estado que han sido reprobados por la mayoría absoluta del Congreso pero se resisten a dimitir. Un Consejo de Estado presidido por el único extesorero del PP, José Manuel Romay Beccaría, que no está imputado por corrupción. Un Tribunal de Cuentas podrido de nepotismo y que ha estado presidido por un donante de esa misma contabilidad B del PP que estaba obligado a fiscalizar. Unas fuerzas policiales donde anidó una brigada política contra los enemigos del Gobierno. Y un Tribunal Constitucional politizado de raíz, cuya respuesta ante el electoralista recurso del PP contra el Estatut es el origen de este incendio, y cuya velocidad de respuesta es asimétrica: lo mismo te anula una ley en siete horas que te aparca durante siete años el recurso contra la ley del aborto, aún pendiente de resolución.