El fracaso de la estrategia occidental en Afganistán se resume en una frase: Afganistán no necesitaba una democracia, sino una burocracia. Los países aliados, encabezados por EE UU, invertimos recursos ingentes en la promoción de los procesos y valores democráticos, cuando deberíamos haberlos volcado en la construcción del Estado afgano.
Porque una lección implacable de la historia es que la democracia no echa raíces en un país si antes no hay una administración fuerte. Lo atestigua, por ejemplo, la tumultuosa historia de América Latina; y quizás también la de España. No puedes confiar en que unas elecciones, por libres y competitivas que sean desde un punto de vista formal, obren el milagro de modernizar una nación. Antes que urnas, hay que poner farolas y alcantarillas. Antes que observadores electorales, recaudadores de impuestos.
En edificar un Estado, Afganistán partía en desventaja: epicentro montañoso del triángulo que conforman los grandes poderes asiáticos (India, China y Persia); deseado por todos, controlado por ninguno.
En edificar un Estado, Afganistán partía en desventaja: epicentro montañoso del triángulo que conforman los grandes poderes asiáticos (India, China y Persia); deseado por todos, controlado por ninguno.
No era fácil forjar un Estado en Afganistán, pero los americanos empezaron la casa por el tejado. No sólo no lucharon efectivamente contra la corrupción, sino que incluso la toleraron entre los oficiales afganos.