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En pocos días sería otra cosa.

martes, 12 de noviembre de 2024

La victoria de Trump traslada el mensaje de que la antipolítica es un camino plausible para las democracias.

 El mensaje del electorado norteamericano es inequívoco: Trump es parte del sistema político estadounidense. El racismo y la misoginia son argumentos válidos para la mitad del país, y la amenaza de autocracia no es un argumento disuasorio para esa parte de los votantes.
La señal es demoledora no solo para la otra mitad de Estados Unidos —que pensaba que era el momento de una mujer presidenta y de pasar página de un personaje destructivo— sino también para el resto de las democracias occidentales.

El desarrollo de la campaña y todo lo que rodea a este nuevo Trump, que a los 78 años será el hombre de mayor edad en llegar a la presidencia, hacen temer legítimamente tiempos oscuros para quienes creen que la democracia solo sobrevive si las instituciones y la ley se ponen por encima de los caprichos personales de los gobernantes.

La mayoría reforzada de conservadores que nombró Trump en su primer mandato eliminó la protección del derecho al aborto. La derecha religiosa no oculta que su objetivo es hacer lo mismo con otros derechos civiles que EE UU da por sentados.

Durante al menos 60 años, Occidente ha actuado como si la democracia liberal no tuviera marcha atrás, como si las instituciones solo pudieran fortalecerse y los derechos de las personas ampliarse de manera inevitable. Estados Unidos, el país que inventó la democracia que copió el resto del mundo, nos acaba de decir que puede no ser así.

Estados Unidos no ha votado solo a Trump, ha votado por el fin de una época en su democracia y el principio de otra, que nace rodeada de señales tenebrosas y nos arroja a la incertidumbre. Y ante la que no hay tiempo que perder para pensar cuál es la mejor manera de enfrentarla.

Donald Trump celebra en Palm Beach (Florida) los resultados electorales.
CRISTOBAL HERRERA-ULASHKEVICH (EFE)