Es grave la acusación que Egibar formula al actual Gobierno vasco y es insultante su presunción de negarnos a muchos vascos la posibilidad de creer en nuestro pueblo. Solo desde el sectarismo más zafio e incivil se puede condenar a sus conciudadanos a lo que Aristóteles consideraba como el mayor de los oprobios: la condición de apátrida. Y es que para Joseba Egibar amar y querer de una forma distinta a la suya, es no amar ni querer lo propio; es «negar la identidad» de lo vasco.
Egibar es un hombre inteligente y sabe utilizar los conceptos con propiedad, pero en la cuestión de la identidad vasca su obnubilada fe le impide ver las cosas con realismo. Euskadi ya no es el trasunto de un colectivo étnico, ni es la reserva ideológica de las identidades telúricas. Euskadi, mal que les pese a algunos, es una sociedad democrática en la que cada ciudadano vale tanto como su vecino. Ni más, ni menos. Negar esta obviedad supone renunciar al principio democrático de que cada hombre vale un voto.
La eterna contradicción entre Fe y Razón, entre fededun y jakitun, ha cobrado hoy en la sociedad vasca la forma de una oposición entre pueblo y ciudadanía, entre pueblo y ciudad. No es casual que el nacionalismo sea una ideología minoritaria en la ciudades vascas.
Para algunos es una cuestión de fe, para otros lo es de principio. Euskadi no equivale al Pueblo Vasco de Egibar. Euskadi lo constituyen sus ciudadanos.