La obsesión de la Iglesia católica con los homosexuales es enfermiza y ni el Papa, tan moderno y chiripitifláutico, ha podido sustraerse a esa patología. El Catecismo aconseja acogerlos con delicadeza, no sin antes aludir al inexplicado “origen psíquico” de la homosexualidad y definir sus actos como depravados o “intrínsecamente desordenados”, contrarios a la “ley natural” y, por supuesto, reprobables. Un homosexual cristiano ha de sobrellevar su cruz y entregarse a la castidad “mediante virtudes de dominio de si mismo” si quiere alcanzar la gracia divina.
La Curia nunca ha podido aceptar que la homosexualidad se descubre y no se elige por pura perversión, porque hacerlo implicaría poner patas arriba su propia doctrina. Si los gays nacen y no se hacen, ¿cómo explicar que Dios, omnipotente y omnisciente, creara al mismo tiempo seres humanos ‘naturales’ y ‘antinaturales? ¿Se despistó el Creador en algún momento? ¿Debería haber trabajado también el séptimo día y poner más atención a sus figuritas de arcilla en vez de echarse la siesta?
Parece que sugiere una vinculación directa entre la homosexualidad y la pederastia. Lo que viene a mantener el Papa es que si la Iglesia estableciera un ‘cordón sanitario’ e impidiera la ordenación de sacerdotes homosexuales los escándalos de abusos a menores desaparecerían. Pero relacionar homosexualidad y pedofilia “colisiona frontalmente con la opinión científica (…) Nada de esto puede proclamarse con relación a las personas homosexuales si no es desde la más palmaria intención de humillarles.
No es amor sino odio lo que destila el representante de Dios en la Tierra cuando aconseja a los padres de niños homosexuales recurrir a psicólogos para que les traten, como si su inclinación fuera un trastorno al que sólo se puede poner remedio si se ataja a tiempo. El Papa es un señor muy moderno, un hombre de su tiempo, sin ningún género de dudas.