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Sin duda hay algo que preocupa y ocupa a cualquiera preocupado por la salud democrática del país: la constatación de que el escándalo del emérito se traslada mediática y demoscópicamente como reedición del debate entre monarquía y república, en lugar de lo que es, una cuestión de calidad democrática.
Fue el propio Felipe VI quien confirmó la existencia de irregularidades en el patrimonio paterno, y quien a día de hoy no ha explicado todavía a qué “autoridad” trasladó un año antes los datos que conoció sobre fundaciones o sociedades en paraísos fiscales que le llevaron a rechazar públicamente la futura herencia y a retirar a su padre la asignación salarial.
Resulta cansino, y sospechosamente interesado, que cada vez que se descubren corruptelas en las más altas esferas del poder institucional se bombardee de inmediato con el debate sobre los aciertos y errores de la transición y el llamado régimen del 78. El problema no está en lo que se hizo en el 78 sino en lo que no hemos hecho durante los cuarenta años siguientes.
A todos, salvo a los fascistas de ayer y de siempre, interesaba la salida democrática en la única dictadura que quedaba en Europa. Ni las izquierdas españolas han dejado de ser republicanas ni parte de las derechas terminan de ser demócratas. Pero cuatro décadas deberían haber sido tiempo más que suficiente para dignificar la memoria de las víctimas del franquismo, para retirar los privilegios de la Iglesia, para garantizar la independencia de los jueces y democratizar a fondo el poder judicial, para dotar de transparencia a todas las instituciones, para desarrollar la Constitución en muy diversas materias sociales y para reformarla en aquellas sobre las que se ha demostrado imperfecta, caduca o incluso inútil.