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Habría que remontarse a los funerales de Stalin, o incluso a los de Gengis Kan, para encontrar un fervor mortuorio semejante al desatado por la muerte de Isabel II de Inglaterra. De manera que eso de que la soberana británica ha disfrutado del mayor funeral de la historia, hay que matizarlo mucho. Eso sí, da que pensar que para comparar las colas de casi cinco kilómetros y el luto mundial y unánime, haya que remontarse diez siglos atrás, hasta los fastos funerarios asiáticos del mayor conquistador de todos los tiempos.
Y entrando en la materia que nos ocupa, en el delirante encaje de bolillos de intentar cuadrar más de dos mil invitados de primera clase, se produjo la asombrosa conjunción planetaria de reunir en un mismo plano a los reyes de España y a los ex reyes de España: Felipe y Letizia, más serios que un infarto, y Juan Carlos y Sofía, descojonándose en un momento dado como si no hubiera pasado nada. Llevaban dos años y pico sin verse, y después de tantas cornamentas, tantos disgustos y tantas Corinnas, quizá ya era tiempo de reírse, una risa que a los expertos en protocolo les va a costar descifrar un huevo y medio, pero que a lo mejor sólo quiere decir «el muerto al hoyo y el vivo al bollo».
Mantener ante el mundo la farsa de un matrimonio hecho milimétricamente pedazos es la triste tarea de Doña Sofía desde hace decenios, pero en eso consiste la misión de su vida y a ella está entregada en cuerpo y alma. En cuanto al rey Juan Carlos, ha aprovechado bien la jugada, este breve paréntesis funerario en la Abadía de Westminster, para demostrar que sigue a rajatabla la canción de Vicente Fernández: