Recogido de : Deia.com/Josetxu Rodriguez |
Adjunto un texto que he leído estos días en un diario digital:
He tenido que esperar muchos años, pero ahora ya puedo decírselo a la cara: ¡A fumar a la puta calle, mamón, que ya hemos aguantado bastante tu apestoso cigarro!
Ya sé que suena políticamente incorrecto, pero individuos como ese no han tenido reparos en encender un farias a las 7.30 de la mañana en un autobús herméticamente cerrado que atravesaba páramos escarchados camino de Zaragoza. Hasta tuvo la desfachatez de llamar la atención a una señora que abrió un poco la ventana para poder respirar porque, según le espetó, el frío le dañaba la garganta.
Por no hablar de los que en la comida de Navidad, con la mesa llena de niños y aitites, se cascan medio paquete de cigarrillos antes de llegar a los postres ignorando las toses y carraspeos. Son de la misma cuadrilla de los que fumaban en la sala de partos o de los pagafantas que prendían el pitillo para acercarse a una chica en plan Bogart o remataban la ascensión de un monte con un marlboro para fotografiarse recortados sobre la puesta de sol emulando al vaquero del anuncio que, por cierto, murió expulsando trocitos de pulmón en cada estertor.
Víctimas de la publicidad y de la adicción, defensores de la libertad de matarse, ahora podrán hacerlo a sus anchas en la puñetera calle sin llevarse por delante a un millar de camareros cada año y a decenas de miles de fumadores pasivos condenados a inhalar su humo asqueroso.
He tenido que esperar muchos años, pero ahora ya puedo decírselo a la cara: ¡A fumar a la puta calle, mamón, que ya hemos aguantado bastante tu apestoso cigarro!
Ya sé que suena políticamente incorrecto, pero individuos como ese no han tenido reparos en encender un farias a las 7.30 de la mañana en un autobús herméticamente cerrado que atravesaba páramos escarchados camino de Zaragoza. Hasta tuvo la desfachatez de llamar la atención a una señora que abrió un poco la ventana para poder respirar porque, según le espetó, el frío le dañaba la garganta.
Por no hablar de los que en la comida de Navidad, con la mesa llena de niños y aitites, se cascan medio paquete de cigarrillos antes de llegar a los postres ignorando las toses y carraspeos. Son de la misma cuadrilla de los que fumaban en la sala de partos o de los pagafantas que prendían el pitillo para acercarse a una chica en plan Bogart o remataban la ascensión de un monte con un marlboro para fotografiarse recortados sobre la puesta de sol emulando al vaquero del anuncio que, por cierto, murió expulsando trocitos de pulmón en cada estertor.
Víctimas de la publicidad y de la adicción, defensores de la libertad de matarse, ahora podrán hacerlo a sus anchas en la puñetera calle sin llevarse por delante a un millar de camareros cada año y a decenas de miles de fumadores pasivos condenados a inhalar su humo asqueroso.