Hablar de renovación en los términos que está haciendo últimamente el PNV, representa un emplazamiento a quienes pudieran sentirse señalados para desistir. A los que se advierte de que siempre será más elegante que se aparten anunciando su retirada, porque ya va siendo hora. Pero el sesgo edadista del llamamiento persuade también a aquellos que nunca mostraron ni una vocación políticamente activa ni se dispusieron a ser llamados para ello de que no lo intenten siquiera a partir, digamos, de los cuarenta años. Por valiosa que pudiera resultar su incorporación a filas.
A base de creerse que un universitario veinteañero que vibra agitando la ikurriña es el depositario de las esperanzas, los jeltzales podrían no darse cuenta de que así confirman algo demoledor. Que lo que ha quedado viejo sin remedio es el partido.
Puede que un partido percibido por propios y extraños como una enorme oficina de empleo no dé más de sí ante contendientes que juegan con las ventajas de la ingravidez. No si la lista de afiliados, y con ellos la de los votantes, no se transforma más que por relevo biológico dentro de la misma familia. No si la única manera de hacer algo en el PNV es esperar a que te designen para cumplir con una tarea encomendada de tal manera que nunca sepas si la estás cumpliendo. No si la llamada a la renovación parte de la advertencia de que su guion está ya escrito.