Su victoria electoral provocó una marejada de entusiasmo pocas veces vista. Se depositaron en él expectativas sobrehumanas imposibles de satisfacer. Se le creyó capaz de un cambio, como quiera que cada uno lo entendiera, que equivaldría al renacimiento de nuestra sociedad hipócrita y desmoralizada. Se le atribuyeron poderes especiales y se esperaba que desde su sillón en el Despacho Oval emitiera la señal que la humanidad necesitaba para la salvación. Este país religioso que en cada presidente cree ver la llegada del Mesías alcanzó el paroxismo con Obama, y el mundo, ansioso de liderazgo y harto de George Bush, se contagió sin reservas.
El saldo de su primer año es, paradójicamente, bastante favorable. Estados Unidos está hoy mejor que en enero de 2009 y, aunque algunas de las causas de tensión mundial subsisten, el nuevo Gobierno ha recuperado prestigio y autoridad para desarrollar su política exterior con el respaldo internacional conveniente.
En el orden interno, la amenaza de colapso que se cernía sobre la economía norteamericana ha desaparecido. El sistema financiero se ha recuperado. Los bancos han devuelto, en su mayor parte, el dinero que el Estado les entregó para su salvación y hoy vuelven a hacer negocio. Las empresas se van recuperando poco a poco de su letargo, incluso la maltrecha industrial del automóvil, que, con ayuda del Gobierno, ha empezado la reestructuración que requería y presenta ya beneficios. La Bolsa asciende como reflejo de las predicciones optimistas que, aunque de forma moderada, emiten los analistas. Incluso aceptando que el plan de estímulo de cerca de 800.000 millones de dólares aprobado el pasado febrero no haya tenido un impacto decisivo en la mejora de la situación, el Gobierno merece una parte del crédito por lo conseguido.
En el ámbito internacional, esencialmente se ha roto el aislamiento en el que Estados Unidos había caído durante la anterior Administración y se han establecido las bases para la cooperación con Rusia y con China y para un mejor entendimiento con la Unión Europea de cara a Irán y Oriente Próximo. Se ha eliminado el maniqueísmo que lastraba la guerra contra el terrorismo y se han robustecido los argumentos norteamericanos con la abolición de las medidas que enturbiaban su sistema democrático.
En condiciones normales, este balance sería suficiente para reconocer una buena actuación. Pero no es así. Hay quien destaca que las políticas de Barack Hussein Obama se revelan cada vez más como un calco de las de su predecesor. Sostienen mustios que la guinda de la metamorfosis del nuevo inquilino de la Casa Blanca es su defensa de las “guerras justas” y la confección de una lista de países terroristas. La burda reedición del Eje del Mal relaciona a Cuba con el yihadismo, que es como vincular a Andorra con los marsupiales.
¿Alguien creía que iba a permitirse que un pacifista redistribuidor de la riqueza tomara las riendas de un imperio con el mayor potencial destructivo del planeta?
Joseph Biden, cuando todavía era candidato a vicepresidente, avisó: “Van a tratar de ponerlo a prueba. Y van a descubrir que este tipo tiene acero en su espina dorsal”. El futuro presidente iba a ser inflexible, pero no contra los todopoderosos grupos de presión, sino ante la esperanza de sus votantes. Obama no ha tardado a la hora de exhibir su cuerpo hecho de acero fundido. Auxiliando a las entidades financieras con fondos de rescate que proceden de los bolsillos populares; intensificando la mortífera ocupación de Afganistán; empeñándose en que Irak no levante cabeza; tensando al extremo la cuerda en Colombia; manteniendo decenas de centros de detención secretos; y pretendiendo mostrar su potencia guerrera no en Irán –que sería un bocado indigesto– sino en Yemen, paupérrimo país mal armado donde uno, además de hacerse con el control de un enclave estratégico, puede convertirse en héroe sin apenas rasguños.
Conflictos externos que sirven para tapar la crisis interna. Las recetas del keynesianismo militar pretenden asegurar los pingües beneficios de la industria bélica. Los salarios de millones de estadounidenses dependen del negocio de las armas y la seguridad. Así aparecen brotes verdes en el negocio del miedo: escáneres que desnudan, expertos en controlar a los conciudadanos, decenas de miles de efectivos para las guerras actuales y futuras, etc. Sangre ajena a cargo del contribuyente, para el beneficio de unos pocos.
Obama dispone del mayor presupuesto militar de la historia, y no precisamente para promover la paz, el amor y la justicia. Es significativo que el galardón que le entregó el Parlamento de Noruega lleve el nombre de Alfred Nobel, mercader de petróleo e inventor de ingenios letales.
Que nadie se desilusione: Obama y Biden no son traidores. Ya nos avisaron.
Recogido de :
En general, desde mi punto de vista, siendo cierto todo lo anterior, se puede constatar que ha cumplido con sus promesas preelectorales y que ha impreso un giro significativo hacia una dirección progresista en la política interior y exterior de su país. No ha cometido ningún error grave. Se ha colocado del lado del movimiento, del cambio, del deseo de justicia; y ha dado la impresión de querer encauzar a su país hacia la defensa de un Estado de Derecho planetario. Podría tratarse de un cambio copernicano. Los oponentes habituales de Estados Unidos van a tener que moderar sus “automatismos críticos” contra Washington (hasta ahora casi siempre justificados). Y empezar a admitir que algo estaría cambiando, en positivo, con Barack Obama.