Se ha extendido, en mi opinión equivocadamente, la tesis de que Francia está sola en su esfuerzo en curso en Malí. Su decisión fue percibida como cabal, juiciosa, al servicio de la lucha antiterrorista y no, como ocurrió a menudo en el pasado, de intereses materiales franceses.
Malí, un país inmenso y paupérrimo al que el gobierno de París se debe como viejo conquistador y, en 1960, descolonizador. El estado francés se ha visto obligado por razones de conciencia a hacer lo que hace. De hecho, uno tras otro, casi todos los Gobiernos han expresado su apoyo y su comprensión y la prensa europea ha defendido en general la actitud francesa.
El antiguo invasor no quiere que su antiguo territorio vuelva a ser invadido. Porque los yihadistas invasores, ahora frenados, son forasteros no muy bienvenidos en Kindal, Gao o Tombuctú, donde un ‘islam noir’ –como decía Monteil– se ha acomodado a la perfección a lo largo de los siglos a la contextura vital creada por el desierto, el ancestral tráfico caravanero y un cierto sincretismo religioso que funcionaba a la perfección. Así lo afirmaba este fin de semana Enrique Vazquez en EL CORREO. Y qué quieren que les diga, frenar cualquier intento de unir religión y política, a estas alturas de la vida me parece saludable, higiénico natural e imprescindible.
Lástima que estas actuaciones multinacionales no tengan eco y se repitan cuando situaciones catastróficas de hambres y penurias amenazan también a tanta gente en el mismo país.