El hecho de que un partido cuente con 137 años de historia no significa que su futuro esté asegurado y la duda inmediata es si el partido socialista sería capaz de subsistir sin la esperanza de la alternancia que el bipartidismo le ha procurado en todo este tiempo.
Claro que el PSOE se basa también en que los barones de prestado y Susana Díaz cuenten con su propio espacio de poder, de capacidad de pacto y maniobra. Gobierna gracias a Podemos en Castilla-La Mancha y Extremadura, gracias a Compromís en la Comunidad Valenciana, gracias a Ciudadanos en Andalucía. El PSC acaba de entrar en el Gobierno de Ada Colau en Barcelona, y en Euskadi el PSE acompaña al PNV para asirse a lo que fue o creyó ser un día.
El verdadero problema de la autonomía del PSOE es que la socialdemocracia, de existir realmente, ya no es de un solo partido, por lo que Ferraz está cercada de socialdemócratas a izquierda y derecha. Con el matiz de que Pablo Iglesias quiere suplantar al partido fundado por otro Pablo Iglesias, y las socialdemocracias de derechas no ven tan mal que el PSOE siga más o menos donde está.
El drama del socialismo es que necesita desechar como irrealizables los anuncios y las promesas de Pablo Iglesias junto a Alberto Garzón, pero para ello no tiene más remedio que apelar al dictado ineludible de Bruselas y los mercados financieros. El drama del socialismo es que no puede arremeter contra Jeroen Dijsselbloem, socialdemócrata holandés, sin dar carta de naturaleza a cualquier quimera a su izquierda, ni siquiera discutir al ministro de Exteriores en funciones, José Manuel García Margallo, cuando se pone estupendo de centrista. Y le resulta imposible enfrentarse al social-humanismo de Iñigo Urkullu o al neo-republicanismo de Carles Puigdemont más que por su vertiente soberanista.
(Recogido de un artícilo de K. Aulestia
en El Correo del sábado.)