El Papa viajó ayer a Fátima, el primer santuario de Europa en número de peregrinos, e hizo santos a dos niños que vieron supuestamente el milagro.
“Es evidente que se trató de una experiencia religiosa de niños y al estilo de los niños”, dijo el teólogo portugués Anselmo Borgues, “y todos los niños son santos porque son puros e inocentes”.
“Es evidente que se trató de una experiencia religiosa de niños y al estilo de los niños”, dijo el teólogo portugués Anselmo Borgues, “y todos los niños son santos porque son puros e inocentes”.
Fátima se ha convertido en un jugoso negocio, para touroperadores y para vendedores de rosarios, velas y material litúrgico, que en el santuario se compran a un precio mucho más elevado que el de mercado.
La imagen de los creyentes acercándose de rodillas hasta la basílica de Nuestra Señora del Rosario es una estampa habitual de Fátima, como lo son las miles de figuras de cera que se ofrendan a la Virgen y que tienen formas variopintas: cabezas, pies, piernas, ojos, páncreas e incluso cosas más extrañas, como casas y coches.
Parece razonable pensar que cualquier católico progresista debería rechazar la “farsa y el negocio” que hay detrás del “fenómeno Fátima”, y que pidan a Francisco que “desmonte el mito” y “expulse a los mercaderes del templo.