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El Partido Popular se adentra en territorio desconocido. A los barones regionales y dirigentes del partido no les llega la camisa al cuello a sabiendas de lo inédito del escenario, de lo incierto de su resultado final y de lo mucho que se juegan en el envite. Treinta años –lo que ha transcurrido desde la refundación del 89- y demasiados puestos de trabajo en el alambre.
Aunque en teoría son más, tres candidatos se disputan la victoria, Soraya Sáenz de Santamaría, María Dolores de Cospedal y Pablo Casado, y ni un solo pronóstico claro a diez días de la votación que incline la balanza hacia uno u otro lado. Si aciertan con el elegido, barruntan, el partido remontará en las encuestas y podrá disputarle el liderazgo al PSOE pero si yerran, si por el devenir de los acontecimientos descubren plomo en las alas del nuevo presidente, entonces el PP dejará de ser percibido como una formación con posibilidades de Gobierno y le entregará ‘gratia et amore’ el espacio del centro derecha a Albert Rivera.
Y esto significaría el sorpaso de Ciudadanos y el fin de la hegemonía del Partido Popular. Hay nervios, inquietud y la sensación de que la sucesión se podía haber acometido de forma más ordenada. En símil de Pablo Pombo en este mismo diario: “Todo lo que sabemos es que el avión [el PP] sufrió una dura turbulencia en pleno vuelo, que el piloto se puso el paracaídas y saltó, que quien estaba llamado a comandar la nave hizo lo mismo, que la tripulación está enfrentada, y que tomará los mandos quien decidan los pasajeros tras una rápida votación”.