Comentaba Florencio el lunes en EL CORREO que no es una torpeza de los etarras que se les haya ido la mano con el explosivo, sino que con esos «daños colaterales» pretenden suscitar actitudes de rechazo hacia las sedes socialistas entre el propio vecindario, sea en el municipio que sea y da igual en qué barrio. Hay en el País Vasco demasiadas experiencias en las que los vecinos han protestado por la cercanía de la comisaría de la Ertzaintza, de las oficinas de Correos o en su momento del concesionario francés de vehículos porque consideraban que su presencia suponía un riesgo. No protestaban contra el que colocaba las bombas sino contra el que ponía la comisaría en el barrio.
Ahora ETA está buscando el mismo objetivo: echar encima de los socialistas las iras de unos vecinos atemorizados por los efectos de los atentados. Se trata de convertir a los militantes del PSE y a sus locales en apestados sociales. Ese es uno de objetivos de la campaña terrorista en marcha. El otro es intimidar directamente a los afiliados de base del PSE para que se enfrenten a los dirigentes de su partido y les obliguen a cambiar la política antiterrorista. Así lo viene reclamando ETA en los diversos comunicados que ha difundido a lo largo de este año. Los militantes de a pie, como Isaías Carrasco o los que frecuentan las casas del pueblo, que carecen de protección, son el eslabón más débil con el que se están cebando los etarras.
Para conseguir ese segundo objetivo, los terroristas han vuelto a aplicar la lógica sobre la que ya teorizaron en 1993: «El día que un tío del PSOE, PP, PNV» vaya a un funeral de un compañero de partido, «cuando vuelva a casa quizás piense que es hora de encontrar soluciones al conflicto o quizás le toque estar en el lugar que estaba el otro (o sea en caja de pino y con los pies por delante)».
Creo sinceramente que solo la unidad de los demócratas nos librará de estos salvajes. Y seguir mareando la perdiz es no solo un acto de cobardía, sino de clara y manifiesta estupidez.