De la anunciada reunión en mayo entre el “hombre cohete” Kim Jon-un y el “viejo chocho” Donald Trump puede extraerse como primera conclusión que nunca hay que fiarse de las apariencias, ya que quizás hayamos confundido a un trastornado dictador dispuesto a iniciar la tercera guerra mundial con un inteligente jugador de ajedrez que, con la partida perdida, es capaz de salvar sus peones y firmar unas tablas más que honrosas.
Ahora, la única alternativa posible es la diplomática que ofrece Pyongyang, con la que a cambio de la paralización del programa armamentístico pretende conseguir su reconocimiento como potencia nuclear, el fin o el alivio de las sanciones económicas, que por otra parte Corea del Norte lleva esquivando durante años con la inestimable ayuda de China, y la no injerencia en sus asuntos internos, lo que implicaría de facto la perpetuación de su gulag, un mal menor que todos aceptarán a cambio de evitar un hipotético apocalipsis.