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Siempre me ha parecido que el fútbol es algo más que un deporte. Y por supuesto mucho más que un simple espectáculo. De hecho, funciona como una metáfora de la vida. Para lo bueno y para lo malo.
Todos sabemos que hay mucha gente que soporta las inclemencias y reveses del día a día gracias al fútbol. Sus mejores sueños y sus peores pesadillas proceden de ahí. Además, la lealtad al equipo no acaba nunca. Y se transmite de padres a hijos. En ese sentido, podríamos decir que el fútbol es un aglutinador social y un catalizador de emociones colectivas.
Pero ojo, porque es precisamente esta potente virtualidad del fútbol como fenómeno identitario y social lo que propicia y, en cierta medida, favorece que en su seno se refugien y prosperen las pasiones irracionales y los grupos violentos. Hasta el punto de que, al parecer, ya no puede haber equipo de fútbol que se precie al que le falte su particular peña ultra de estética más o menos agresiva y actitudes y consignas intolerantes, xenófobas e incluso, en algunos casos, paramilitares y neofascistas.
Lo que pasó la semana pasada en Bilbao fue doblemente lamentable por el hecho de que había sido anunciado el día anterior. Los medios avisaron del carácter violento de los ultras rusos del Spartak de Moskú y de su historial de peleas y batallas campales, pero al día siguiente en los periódicos se dijo que en realidad habían sido los radicales del Athletic los que empezaron los disturbios.
Por desgracia, nada de esto es nuevo. Es una rutina antigua que se repite demasiado a menudo en todo el mundo y que imagino que es una consecuencia de la complejidad y el malestar latente de las sociedades contemporáneas.